Me parte el corazón. La observo en silencio. Sus hermosísimos ojos
negros, perfilados con tonos oscuros que los resaltan aún más. Un bello rostro
que cambia de expresión por instantes. La escucho y siento su dolor como si fuera
mío. A medida que se adentra en los detalles más delicados de su andadura
vital, el volumen de su voz se apaga, se hace apenas perceptible al oído. Es
como si no quisiera escucharse a sí misma. Demasiado sufrimiento para una
mujer de tan pocos años. Duelen sus palabras llenas de
resentimiento, como de persona adulta, castigada por el tiempo, el desamor, la
decepción, la desesperanza… Parece acumular en sus miradas la
tristeza de un pueblo antiguo, que tiene un pasado glorioso y
una vastísima cultura. Persia es para ella el origen y el sueño de algo
que quizás nunca conocerá y que identifica con la luz y la libertad que anhela.
Salió del infierno iraní con menos de veinte años. Irán no le ofrecía más
que un futuro controlado por esa casta política que venía gobernando el país, a
fuerza de restricciones y vigilancia de la vida cotidiana de la gente. Se
habían instalado con esa seudo moral pretendidamente musulmana, en la que,
especialmente las mujeres, no tenían ninguna capacidad para dirigir sus
vidas.
Llegó una tarde calurosa del mes de agosto. Con su mochila,
su larga y oscura melena, un liviano vestido negro, que dejaba unas hermosas
piernas al descubierto, algo desde luego muy alejado de las costumbres de las
jóvenes de su país de origen, pero normal en una muchacha actual de cualquier
ciudad europea. Tendría unos veinticinco o veintiséis años y vivía en París. Adoraba
el baile flamenco, sentía dentro de sí una pasión que no podía explicar con
palabras, pero movía sus manos como palomas, y se lanzaba a cantar,
imitando a los artistas que iba
conociendo en nuestros viajes por
internet. Era bella, inteligente y muy testaruda.
Había decidido pasar una temporada en Jerez, la cuna del
flamenco. Sabía que aquí, sólo aquí, era posible una experiencia como la que
ella necesitaba. Quería hacer esa inmersión en la vida de la ciudad, capaz de
dar al mundo tantos artistas.
A través de una página de intercambios de viviendas de
vacaciones, me llegó su solicitud de intercambio. No llegamos a un acuerdo,
pero no pude dejarla sola, abandonarla a su suerte en el sofocante calor
estival. La invité a quedarse en mi casa y no dijo que no, porque detrás de su seguridad
aparente, había mucha fragilidad; la fragilidad de una joven que cargaba con
una historia de huida y de abandono. Me
contó que llevaba ocho años en Francia, que había estudiado ingeniería
informática y que se gana la vida trabajando aquí y allá, porque su situación legal no estaba en
regla. Pero Nasif tenía sueños y sentía
la llamada del baile como una vocación
casi religiosa. Su energía y capacidad de lucha eran infinitas y por eso se
empeñó en venir a esa ciudad mítica donde pensaba que era posible bailar y
vivir el flamenco visceralmente, con la
profundidad y seriedad que ella lo entendía. Pasó una semana en mi casa. Al fin y al cabo
me sobraba una habitación y, por su edad, podía ser mi hija. ¿Cómo iba a dejarla en una pensión de mala
muerte con la situación que tenía? Y se quedó. Algunas veces cocinaba platos
típicos de su tierra, porque necesitaba agradecer la hospitalidad que le
brindaba. Limpiaba su habitación y compraba en el supermercado. Se
esmeraba por no ser una carga, mientras daba vueltas a la posibilidad de
quedarse definitivamente en esta ciudad.
Jerez se convirtió en su casa durante un curso entero. Aprendía
con rapidez algo de español y asistía a clases de baile en una escuela muy
conocida. Pero también sufrió muchas decepciones, soportó muchas miserias, en infraviviendas compartidas con gente de
todas clases. A veces no tenía para comer, pero seguía adelante y sólo aceptaba
de vez en cuando un plato de paella, acompañado de una larga charla de
sobremesa. Escuchándola, pensaba yo: ¡Ah, Nasif!, cómo me
conmueven tus medias palabras; tus reflexiones de vieja prematura, tus excusas…
No soportas sentirte obligada, por eso te cuesta recibir ayuda y prefieres
seguir sobreviviendo. Como tantos románticos, anhelas amores turbulentos;
de esos que en un abrazo consiguen que pierdas la cabeza y la dignidad. Pero
nunca le di consejos. No los hubiera aceptado.
Cuando comprendió que debía volver, que su futuro no estaba
en Jerez, y que necesitaba resolver
su situación legal, volvió
a pedirme ayuda. Estaba asustada, casi no quería salir a la calle porque temía
ser expulsada, si la cogían sin papeles. Eso significaba volver a su país, al
infierno de Teherán. Por esa razón
estaba cada vez más ansiosa, aislada y había perdido mucho peso. Yo la miraba y se me encogía el corazón.
Un oscuro día de noviembre vino a verme. Necesitaba ayuda
para recoger sus cosas y un lugar para dejar todo lo que no podía llevarse. Un buen
amigo la ayudó en el traslado, desde aquel infecto piso que él no quiso ni
describirme, y la acompañó con su vehículo
a la estación de ferrocarril.
He pensado en ella infinidad de veces. La imaginaba
malviviendo en esa gran ciudad francesa, aceptando cualquier trabajo para poder
pagarse una habitación y soñando con poder demostrar al mundo que una mujer
iraní puede expresarse a través del flamenco, y emocionar como cualquier
bailaora nacida en el sur de España.
Su silencio ha durado dos años, pero en Enero me llegó una
felicitación de Año Nuevo. Está escrita en un español que sólo puede ser una
mala traducción de Google, y me llegó al corazón.
“Mis
mejores deseos para 2016 y para tu familia
Te
quiero todavía y usted es la buena conocida de mi vida
Con mis
saludos y respecto”
Nasif
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