lunes, 14 de mayo de 2018

Finde junio 2018: El amor necesario a sí mismo/ Texto 6



EL AMOR NECESARIO A SÍ MISMO
Karen Armstong adaptado por Alvaro

El rabino Albert Friedilander me hizo comprender la importancia del mandamiento «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Yo siempre me había centrado en la primera parte de ese mandato, pero Albert me enseñó que si no te puedes amar a ti mismo, no puedes amar tampoco a los demás. Él se había criado en la Alemania nazi y, cuando era niño, estaba desconcertado por la despiadada
propaganda antisemita. Una noche, cuando tenía 8 años, se quedó despierto e hizo una lista de todas sus buenas cualidades. Y se dijo a sí mismo que él no era lo que decían los nazis: tenía capacidades y facultades de corazón y de mente, y se las enumeró a sí mismo una por una. Finalmente, juró que, si sobrevivía, usaría esas cualidades para construir un mundo mejor. Fue una intuición extraordinaria para un niño en tales circunstancias. Albert ha sido una de las personas más encantadoras que jamás he conocido; era casi patológicamente amable, y prestó ayuda y consuelo a miles de personas. Pero siempre decía que no habría podido hacer absolutamente ningún bien si, en aquel momento terrible de la historia, no hubiera aprendido a amarse a sí mismo.
La compasión es esencial a la humanidad. Tenemos una necesidad biológica de que nos cuiden y de cuidar a los demás. Pero no es fácil amarse a uno mismo. En nuestras unidimensionales sociedades capitalistas, prima la tendencia a castigarnos a nosotros mismos por nuestros defectos y a abatirnos por cualquier fracaso. Es una terrible ironía que mientras que tantas personas sufren de hambre y malnutrición, en Occidente, un número alarmante de mujeres —y, cada vez más, de hombres— estén aquejados de trastornos alimentarios que surgen de una amalgama de odio a sí mismas, miedo, sentimientos de fracaso, incapacidad e impotencia.
La Regla de Oro exige que usemos nuestros propios sentimientos como guía de comportamiento con los demás. Si nos tratamos a nosotros mismos con dureza, ésa será la manera en que trataremos a los demás. Necesitamos adquirir un conocimiento más sano y equilibrado de nuestras fuerzas y de nuestras debilidades. Es importante reconocer que todos tenemos un lado oscuro. Los psicólogos junguianos hablan de la «sombra», un mecanismo que nos permite ocultar a nuestro yo consciente, vigilante, los móviles, los deseos y las tendencias menos agradables que influyen en nuestros pensamientos y en nuestra conducta y que, a veces, salen a la superficie en los sueños. Tenemos que adueñarnos de esta zona inferior de la psique para que no nos aplaste con el horror, si descubrimos que estamos fascinados por la crueldad, que tenemos extrañas fantasías sexuales, o que súbitamente nos devora el deseo de tomar represalias violentas. Si somos incapaces de aceptar nuestra sombra, es probable que tengamos también una opinión dura del lado más oscuro de los demás. Es posible que las invectivas que en ocasiones lanza la gente furiosamente contra la depravación sexual, la violencia o la crueldad sean señal de que no han logrado aceptar sus propias tendencias y creen que sólo las otras personas son malas y repugnantes.
Con frecuencia atacamos a los otros precisamente por aquello que más nos disgusta en nosotros. Esto nos lleva a proyectar sobre otros los rasgos que menos nos agradan de nosotros mismos, mecanismo responsable de gran parte del pensamiento que llevó a las atrocidades y persecuciones en el pasado. Cuando los cruzados mataban a los musulmanes, afirmaban que el islam era una violenta religión de la espada, fantasía que reflejaba la inquietud y la culpa que había enterradas en su propia conducta. Después de todo, Jesús había dicho que amaran a sus enemigos, no que los exterminaran.
Cuando contemplamos el sufrimiento que existe a escala mundial, podemos sentirnos avergonzados de la trivialidad del nuestro, pues con frecuencia somos la causa de nuestra propia desgracia. Vamos tras cosas, aunque sepamos que no pueden hacernos felices. Imaginamos que todos nuestros problemas se resolverán si conseguimos un trabajo en particular o logramos un cierto éxito, hasta que descubrimos que las cosas que deseamos tan intensamente no son tan maravillosas.
En vez de insultarnos a nosotros mismos por nuestro egoísmo, es mejor aceptar el hecho de que la causa de tal conducta es nuestro cerebro antiguo. Orientado hacia la supervivencia, este cerebro está completamente centrado en uno mismo. Sin esta despiadada preocupación por sí misma, nuestra especie no habría sobrevivido. Sin embargo, si permitimos que domine nuestras vidas, seremos desgraciados y haremos infelices a los demás. Nuestro egoísmo deforma nuestra visión del mundo, que solo vemos a través de la pantalla distorsionadora de nuestros deseos y necesidades. Cuando oímos una noticia, nos preguntamos inmediatamente cómo afectará a nuestros planes. Cuando conocemos a alguien nuevo, nuestras primeras impresiones están a menudo teñidas por especulaciones como: ¿soy atractivo para esa persona? ¿Puedo utilizarle de alguna manera? Rara vez vemos las cosas o a las personas como son. Somos criaturas asustadas, inseguras y angustiadas por nuestros defectos.
Las religiones hablan con frecuencia de matar el ego; los budistas creen que el «yo» es una ilusión, y enseñan una doctrina del «no yo» (anatta). Los neurocientíficos modernos estarían de acuerdo: no pueden encontrar nada en la intrincada actividad del cerebro que puedan identificar y llamar «yo» o «alma». Pero “anatta” es sobre todo un mito que llama a la acción: tenemos que vivir como si el yo no existiera, cortando la obsesión del yo, que tanto dolor ocasiona. Cuando los maestros de la vida espiritual nos piden que transcendamos el ego, quieren que vayamos más allá del yo codicioso y asustado, que con frecuencia trata de destruir a los demás para asegurar su propio éxito.
Esto no significa que debamos menospreciarnos a cada paso y volvernos hiperconscientes de nuestros defectos. Si lo hacemos, corremos el peligro de que nos hagamos excesivamente conscientes de nosotros mismos y quedemos atascados en el ego inseguro que tratamos de superar.
Dejar de lado el yo requiere valor. Buda sabía que cuando alguien oía hablar de “anatta” por primera vez, era probable que le entrara pánico y pensara: «Voy a ser aniquilado y destruido; ya no existiré»." Pero si permanecemos atrapados en este egoísmo codicioso y ávido, seguiremos infelices y frustrados. Sin embargo, si adquirimos una evaluación más realista de nosotros mismos, aprendemos que la envidia, la ira, el miedo y el odio (que surgen de un egotismo frustrado) tienen poco que ver con nosotros; son emociones antiguas que heredamos de nuestros antepasados. «Esto no es lo que soy realmente —decía Buda—; éste no es mi yo.» Gradualmente, empezaremos a sentirnos más distantes de estas emociones negativas y nos negaremos a identificamos con ellas. También, poco a poco, seremos conscientes de que nuestros sentimientos hacia otras personas son con relativos y subjetivos, y tienen poca relación con la realidad. Es probable que giren en torno a mí mismo, en vez de ser objetivos y racionales. Mientras permitamos que nos dominen, nos apresarán en una visión del mundo defensiva, obsesionada con uno mismo. La manera más productiva de tratar con esos sentimientos hostiles hacia los demás es comprender que aquellos que no nos gustan, los sufren de igual manera. Cuando alguien nos ataca, probablemente está experimentando una angustia y frustración orientadas hacia sí mismo, similares a las nuestras; también ellos sufren. Con el tiempo, las personas a las que tememos o envidiamos se vuelven menos amenazantes, porque el «yo» que estamos tan ansiosos por proteger es una fantasía que nos convierte en seres mezquinos y más pequeños de lo que debemos ser.
Por eso, cuando hacemos un esfuerzo consciente por abandonar la mentalidad de «primero yo» y tratamos de mantenerla dentro de los límites debidos, no nos estamos destruyendo ni aniquilando. En lugar de eso, empezamos a descubrir que nuestros horizontes personales se amplían, nuestros miedos egoístas se evaporan, y experimentamos un yo más grande, «inconmensurable». Libres de la emoción autodestructiva, podemos también llegar a convertirnos en un ser humano realizado y maduro.

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