Karen Armstong adaptado por Alvaro
El
rabino Albert Friedilander me hizo comprender la importancia del mandamiento
«Ama a tu prójimo como a ti mismo». Yo siempre me había centrado en la primera
parte de ese mandato, pero Albert me enseñó que si no te puedes amar a ti
mismo, no puedes amar tampoco a los demás. Él se había criado en la Alemania
nazi y, cuando era niño, estaba desconcertado por la despiadada
propaganda antisemita. Una noche, cuando tenía 8 años, se quedó despierto e hizo una lista de todas sus buenas cualidades. Y se dijo a sí mismo que él no era lo que decían los nazis: tenía capacidades y facultades de corazón y de mente, y se las enumeró a sí mismo una por una. Finalmente, juró que, si sobrevivía, usaría esas cualidades para construir un mundo mejor. Fue una intuición extraordinaria para un niño en tales circunstancias. Albert ha sido una de las personas más encantadoras que jamás he conocido; era casi patológicamente amable, y prestó ayuda y consuelo a miles de personas. Pero siempre decía que no habría podido hacer absolutamente ningún bien si, en aquel momento terrible de la historia, no hubiera aprendido a amarse a sí mismo.
propaganda antisemita. Una noche, cuando tenía 8 años, se quedó despierto e hizo una lista de todas sus buenas cualidades. Y se dijo a sí mismo que él no era lo que decían los nazis: tenía capacidades y facultades de corazón y de mente, y se las enumeró a sí mismo una por una. Finalmente, juró que, si sobrevivía, usaría esas cualidades para construir un mundo mejor. Fue una intuición extraordinaria para un niño en tales circunstancias. Albert ha sido una de las personas más encantadoras que jamás he conocido; era casi patológicamente amable, y prestó ayuda y consuelo a miles de personas. Pero siempre decía que no habría podido hacer absolutamente ningún bien si, en aquel momento terrible de la historia, no hubiera aprendido a amarse a sí mismo.
La
compasión es esencial a la humanidad. Tenemos una necesidad biológica de que
nos cuiden y de cuidar a los demás. Pero no es fácil amarse a uno mismo. En
nuestras unidimensionales sociedades capitalistas, prima la tendencia a
castigarnos a nosotros mismos por nuestros defectos y a abatirnos por cualquier
fracaso. Es una terrible ironía que mientras que tantas personas sufren de
hambre y malnutrición, en Occidente, un número alarmante de mujeres —y, cada
vez más, de hombres— estén aquejados de trastornos alimentarios que surgen de
una amalgama de odio a sí mismas, miedo, sentimientos de fracaso, incapacidad e
impotencia.
La
Regla de Oro exige que usemos nuestros propios sentimientos como guía de comportamiento
con los demás. Si nos tratamos a nosotros mismos con dureza, ésa será la manera
en que trataremos a los demás. Necesitamos adquirir un conocimiento más sano y
equilibrado de nuestras fuerzas y de nuestras debilidades. Es importante reconocer
que todos tenemos un lado oscuro. Los psicólogos junguianos hablan de la
«sombra», un mecanismo que nos permite ocultar a nuestro yo consciente,
vigilante, los móviles, los deseos y las tendencias menos agradables que
influyen en nuestros pensamientos y en nuestra conducta y que, a veces, salen a
la superficie en los sueños. Tenemos que adueñarnos de esta zona inferior de la
psique para que no nos aplaste con el horror, si descubrimos que estamos
fascinados por la crueldad, que tenemos extrañas fantasías sexuales, o que súbitamente
nos devora el deseo de tomar represalias violentas. Si somos incapaces de
aceptar nuestra sombra, es probable que tengamos también una opinión dura del
lado más oscuro de los demás. Es posible que las invectivas que en ocasiones
lanza la gente furiosamente contra la depravación sexual, la violencia o la
crueldad sean señal de que no han logrado aceptar sus propias tendencias y
creen que sólo las otras personas son malas y repugnantes.
Con
frecuencia atacamos a los otros precisamente por aquello que más nos disgusta
en nosotros. Esto nos lleva a proyectar sobre otros los rasgos que menos nos
agradan de nosotros mismos, mecanismo responsable de gran parte del pensamiento
que llevó a las atrocidades y persecuciones en el pasado. Cuando los cruzados
mataban a los musulmanes, afirmaban que el islam era una violenta religión de
la espada, fantasía que reflejaba la inquietud y la culpa que había enterradas
en su propia conducta. Después de todo, Jesús había dicho que amaran a sus
enemigos, no que los exterminaran.
Cuando
contemplamos el sufrimiento que existe a escala mundial, podemos sentirnos
avergonzados de la trivialidad del nuestro, pues con frecuencia somos la causa
de nuestra propia desgracia. Vamos tras cosas, aunque sepamos que no pueden
hacernos felices. Imaginamos que todos nuestros problemas se resolverán si
conseguimos un trabajo en particular o logramos un cierto éxito, hasta que
descubrimos que las cosas que deseamos tan intensamente no son tan
maravillosas.
En
vez de insultarnos a nosotros mismos por nuestro egoísmo, es mejor aceptar el
hecho de que la causa de tal conducta es nuestro cerebro antiguo.
Orientado hacia la supervivencia, este cerebro está completamente centrado en
uno mismo. Sin esta despiadada preocupación por sí misma, nuestra especie no
habría sobrevivido. Sin embargo, si permitimos que domine nuestras vidas,
seremos desgraciados y haremos infelices a los demás. Nuestro egoísmo deforma
nuestra visión del mundo, que solo vemos a través de la pantalla
distorsionadora de nuestros deseos y necesidades. Cuando oímos una noticia, nos
preguntamos inmediatamente cómo afectará a nuestros planes. Cuando conocemos a
alguien nuevo, nuestras primeras impresiones están a menudo teñidas por
especulaciones como: ¿soy atractivo para esa persona? ¿Puedo utilizarle de
alguna manera? Rara vez vemos las cosas o a las personas como son. Somos
criaturas asustadas, inseguras y angustiadas por nuestros defectos.
Las
religiones hablan con frecuencia de matar el ego; los budistas creen que el
«yo» es una ilusión, y enseñan una doctrina del «no yo» (anatta). Los neurocientíficos
modernos estarían de acuerdo: no pueden encontrar nada en la intrincada
actividad del cerebro que puedan identificar y llamar «yo» o «alma». Pero “anatta”
es sobre todo un mito que llama a la acción: tenemos que vivir como si el yo no
existiera, cortando la obsesión del yo, que tanto dolor ocasiona. Cuando los
maestros de la vida espiritual nos piden que transcendamos el ego, quieren que
vayamos más allá del yo codicioso y asustado, que con frecuencia trata de
destruir a los demás para asegurar su propio éxito.
Esto
no significa que debamos menospreciarnos a cada paso y volvernos
hiperconscientes de nuestros defectos. Si lo hacemos, corremos el peligro de
que nos hagamos excesivamente conscientes de nosotros mismos y quedemos
atascados en el ego inseguro que tratamos de superar.
Dejar
de lado el yo requiere valor. Buda sabía que cuando alguien oía hablar de “anatta”
por primera vez, era probable que le entrara pánico y pensara: «Voy a ser
aniquilado y destruido; ya no existiré»." Pero si permanecemos atrapados
en este egoísmo codicioso y ávido, seguiremos infelices y frustrados. Sin
embargo, si adquirimos una evaluación más realista de nosotros mismos,
aprendemos que la envidia, la ira, el miedo y el odio (que surgen de un egotismo
frustrado) tienen poco que ver con nosotros; son emociones antiguas que
heredamos de nuestros antepasados. «Esto no es lo que soy realmente —decía
Buda—; éste no es mi yo.» Gradualmente, empezaremos a sentirnos más distantes
de estas emociones negativas y nos negaremos a identificamos con ellas.
También, poco a poco, seremos conscientes de que nuestros sentimientos hacia
otras personas son con relativos y subjetivos, y tienen poca relación con la
realidad. Es probable que giren en torno a mí mismo, en vez de ser objetivos y
racionales. Mientras permitamos que nos dominen, nos apresarán en una visión
del mundo defensiva, obsesionada con uno mismo. La manera más productiva de tratar
con esos sentimientos hostiles hacia los demás es comprender que aquellos que
no nos gustan, los sufren de igual manera. Cuando alguien nos ataca,
probablemente está experimentando una angustia y frustración orientadas hacia
sí mismo, similares a las nuestras; también ellos sufren. Con el tiempo, las
personas a las que tememos o envidiamos se vuelven menos amenazantes, porque el
«yo» que estamos tan ansiosos por proteger es una fantasía que nos convierte en
seres mezquinos y más pequeños de lo que debemos ser.
Por
eso, cuando hacemos un esfuerzo consciente por abandonar la mentalidad de
«primero yo» y tratamos de mantenerla dentro de los límites debidos, no nos
estamos destruyendo ni aniquilando. En lugar de eso, empezamos a descubrir que
nuestros horizontes personales se amplían, nuestros miedos egoístas se
evaporan, y experimentamos un yo más grande, «inconmensurable». Libres de la
emoción autodestructiva, podemos también llegar a convertirnos en un ser humano
realizado y maduro.
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