Cumpliendo con el deseo de intercambiar artículos que leemos.
(Por Juan Antonio Estrada) A la luz de
la deconstrucción de la fe tradicional y de sus fundamentos teológicos, ¿es
posible seguir siendo cristiano hoy? ¿Cómo superar el nihilismo ambiental y
salir de un pensamiento deconstructivo? ¿Cómo se puede creer después de la
muerte de Dios? ¿Es posible ser un cristiano no teísta?
¿Se puede reducir el
cristianismo a una espiritualidad y un humanismo ético, sin que se pierda la
continuidad con la fe tradicional? ¿Es posible afirmar al cristianismo como una
oferta de sentido, sin plantearse la verdad del significado que se ofrece? ¿Se
puede mantener la pretensión de universalidad y de salvación del cristianismo a
pesar de que hoy tenemos un mayor conocimiento de las otras religiones? ¿Es
posible una pretensión de absoluto en formulaciones y hechos que son siempre
históricos y contingentes? Estas son algunas de las preguntas en el nuevo marco
cultural, social y religioso que ha surgido a finales del siglo XX. Para
responder a ellas hay que analizar el contexto social y cultural actual. La
postmodernidad y la globalización caracterizan al tercer milenio. El simbolismo
de la muerte de Dios está vinculado al creciente déficit de sentido, al
nihilismo ontológico, cognitivo y moral de nuestras sociedades. La pluralidad y
la carencia de fundamentos son constitutivos de la mentalidad postmoderna. La
globalización genera la relativización de lo particular y arruina los sistemas
con pretensiones de universalidad. Hago aquí una adaptación para FronterasCTR
de algunos párrafos del capítulo V de mi obra, publicada recientemente en la
Editorial Trotta, Las muertes de Dios. Ateismo y espiritualidad (Trotta,
Madrid 2018). A esta obra me refiero para ampliación, clarificaciones,
matices y referencia a las notas a pie de página.
Junto a los
intentos de transformar el cristianismo, están las ideologías que buscan
apropiarse del cristianismo y de sus contenidos, rechazando las referencias a
Dios y cualquier instancia sagrada. Son corrientes que tienen como denominador
común la idea de que ha comenzado la etapa del final de las religiones y que
hay que buscarles sustitutos. El declive de las religiones plantea nuevas
exigencias, que hay que resolver con formas de trascendencia intra mundana,
porque no hay sociedad sin religión, pero sí sin Dios. Hablan de una espiritualidad
atea pero religiosa; de la supervivencia de lo religioso después de las
religiones; del humanismos postcristiano y de la espiritualidad laica y atea:
“Yo podría llamarme ‘cristiano ateo’. (…) Me gusta más llamarme, y la expresión
es de Spinoza, ‘fiel al espíritu de Cristo’, al menos intento serlo. (…) Ser un
ateo fiel no es creer en Dios, ni en cualquier otra vida después de la muerte,
sino permanecer fiel, en efecto, a esos grandes valores de la humanidad que una
gran parte de este planeta han vivido a través de la tradición judeocristiana”.
Se impone la
tendencia a apropiarse de contenidos cristianos, que sirven de inspiración,
pretendiendo, al mismo tiempo, superar a la religión cristiana. La mezcla de
ateísmo post cristiano y de espiritualidad laica, transforma secularmente el
hecho religioso. Se busca el sentido sin Dios, transformando el concepto
religioso de ‘agape’ y el de sentido, como vida cumplida y humanismo realizado.
Hay que recepcionar el cristianismo desde el humanismo inmanente. El individuo
se salva en la sociedad como totalidad objetiva y los deseos de trascendencia
que perduran no pueden servir de fuente para una moral. La clave está en la
espiritualidad, más que en la religión, porque la segunda tiene exigencias,
creencias y prácticas mucho más exigentes que la primera. El rechazo
postmoderno de la institucionalidad, y con ella de las iglesias, se une al de
los grandes relatos, buscando una espiritualidad que se mueva en el ámbito de
las experiencias más que de las doctrinas. En la “época de lo light” sobran las
religiones con contenidos exigentes y son bienvenidas las corrientes con más
capacidad de acomodación y de integración. A esto hay que añadir la orientación
hacia el individuo y el realce de lo privado, interior y contemplativo. Se
aceptan los “maestros”, que solo pretenden una autoridad moral y se rechazan
las jerarquías institucionales de las religiones, por miedo a sus dinámicas
autoritarias.
Según Gauchet, hoy se consuma
el final de la estructuración religiosa del mundo, pero no de las creencias
religiosas; muere el cristianismo sociológico, no el individual, el cual
mantiene su núcleo antropológico; y subsiste la pasión por lo invisible y lo
religioso sin religión. Se ha pasado de una economía de participación, en la
que lo sagrado lo dominaba todo, a una de separación que posibilita la
autonomía del individuo. Cuanto más trascendente es la divinidad más lejana
está, y mayor es el espacio del hombre en la historia. La religión deja de
estructurar la sociedad y el cristianismo se convierte en la religión del final
de la religión. La pregunta que surge es si las instancias trascendentales
horizontales pueden prescindir de las verticales, y no acaban sustituyéndolas y
sacralizandose. El mundo desencantado es propicio a las instancias
sacralizadoras y a las ideologías totalitarias que generan. Y entonces la fe en
Dios puede resurgir como instancia crítica y anti idolátrica. La religión,
contra los que buscan privatizarla, puede ser una instancia que se oponga al autoritarismo
del Estado, como lo ha sido respecto del fascismo y del comunismo y como ocurre
en el tercer mundo.
Gauchet
propone la salida de la religión, no su evolución, en favor de una democracia
atea, en la que no hay una estructuración religiosa de la sociedad. Pero se
mantienen las creencias religiosas, porque siempre hay consustancialidad entre
sociedad y religión. La apelación a Dios, el absoluto de las religiones, se
convierte en una opción social preferencial, en una referencia relativa más.
Muere el cristianismo sociológico, pero no el individual y se afianza lo
religioso sin religión porque persiste la búsqueda de lo trascendente e
invisible. Lo religioso subjetivo permanece en el pensamiento y en la
imaginación, vinculado a la búsqueda de sentido. Gauchet rehúsa las categorías
tradicionales religiosas (sacrificio, salvación, deber, etc.), porque teme que
haya intentos de retorno de la religión, pero busca salvar los contenidos y
valores absolutos que transmiten. El carácter ecléctico y sincretista de estas
tradiciones facilita que todos encuentren en ellas elementos positivos para
aminorar las críticas. Se trata de una espiritualidad laicista, que busca
responder a la demanda de sentido y de valores humanos que existe en nuestras
sociedades desarrolladas.
Es una
corriente plural que se dirige a las personas que no encuentra respuestas
suficientes en los logros de nuestra sociedad de consumo. Se busca la
trascendencia en la inmanencia de lo humano, dentro de los límites de la
contingencia y lo finito. Las utopías humanitarias son la nueva versión del
trascendentalismo, una vez que se ha perdido el concepto de salvación de las
religiones. Se trata de ofrecer proyectos de vida y valores por los que merezca
la pena luchar, teniendo como horizonte el legado que hay que dejar a las
generaciones posteriores. El humanitarismo, la igualdad y la revalorización de
la persona son las claves de la espiritualidad secular. Al asumir la finitud y
el divorcio trágico entre ser y sentido, queda una ‘mística de la inmanencia’,
una trascendencia en el presente, que sustituye a la cristiana. La cercanía de
este humanismo con el cristianismo facilita tender puentes y colaborar en
tareas comunes, sobre todo con cristianos progresistas, abiertos y dialogantes.
Pero también tiende a marginar las diferencias y facilitar la pérdida de los rasgos
específicos del cristianismo. La colaboración fácilmente desemboca en
absorción, a costa de la identidad cristiana. El hecho de que ateos asuman los
valores cristianos, puede ayudar también a refrendar la valía de las
tradiciones religiosas.
Se desacraliza
lo sagrado religioso, al mismo tiempo que se sacralizan las libertades
individuales y la realización personal. El cuerpo y los sentimientos se
revalorizan, en línea con el predominio de lo vivencial y experiencial. La
ética es también el eje estructural de esta espiritualidad laica, que quiere
ocupar el lugar que han dejado vacío las religiones. Se acepta la teología y
las tradiciones religiosas como ideologías y testimonio del pasado, que pueden
enriquecer las propuestas actuales, pero sin que tengan función alguna de
fundamentación ni de legitimación. Por un lado hay una humanización de lo
divino, siendo el hombre-dios el símbolo por antonomasia de esa síntesis, pero
manteniendo el carácter ilusorio y proyectivo de las imágenes tradicionales de
Dios. Ya no se trata de ser salvado, como en las religiones, sino de cómo
salvarse cada uno. La divinización de lo humano, implica el retorno de las
éticas, aunque debilitadas por su carencia de fundamento y de universalidad. Ya
no son éticas del deber, como la kantiana, sino más bien utilitarias y
procedimentales. Más que de verdad hay que hablar de autenticidad, que es la
otra cara del derecho la diferencia, a ser uno mismo y a aceptarse y gustarse
tal y como se es. Por eso hay que luchar por una vida realizada, más individual
y privada que colectiva y pública, en una época en la que hay un eclipse de los
ideales del siglo pasado (Dios, la patria, el progreso, etc.). El sentido en la vida,
sustituye al sentido de la vida, que las religiones ponen más allá de la
muerte.
Son
humanismos de protesta, porque se ha consumado la laicidad social y se ha
impuesto un materialismo hedonista y radical, en el que la realización de los
deseos genera frustración y desencanto, más que plenitud. Después de la
religión, que Ferry ve como una etapa superada, se abole la trascendencia de la
moral, de la política y de las utopías. Solo queda implementar la vida buena con
un nuevo humanismo secular, que nunca se especifica ni se fundamenta. Queda,
como en el caso de Vattimo, una apelación genérica al amor, como horizonte de
creatividad y sentido. Ante la competitividad social, sin un proyecto que la
canalice, y un dominio técnico abocado al consumismo, Ferry alega en favor de
la vida privada y de la familia como horizonte de humanización y de
trascendencia. Desde su visión negativa de la sociedad, no encuentra en ella un
consenso para asumir valores y derechos basados en la dignidad humana. Pero sin
ellos no es posible el humanismo, con lo que resurge de forma secularizada la
imagen de una divinidad externa que se comunica: “Hablo en cambio, del hecho
que está en cuestión en las discusiones con los verdaderos materialistas, es
decir, de esa trascendencia que está en el corazón de la humanidad; propiamente
hablando, de ese “sobrenatural” que, en efecto, me parece ser lo propio del
hombre y que lo hace capaz de una cierta ‘disposición metafísica’”.
Se puede
calificar este humanismo de espiritual y tradicional respecto de los proyectos
emancipadores modernos, sin que quede a veces claro en qué se diferencia del
tradicionalismo religioso y cómo puede ubicarse y desarrollarse en las
sociedades postmodernas. La espiritualidad humanista muestra a fecundidad del
cristianismo y su capacidad de inspiración, incluso cuando hay un
distanciamiento de él. No se puede comprender la historia de Occidente sin las
tradiciones cristianas, que han fecundado la cultura en el pasado y subsisten en
el presente, incluso cuando se da una crisis del cristianismo. Que los
cristianos encuentren compañeros de viaje con los que comparten valores
comunes, facilita por un lado la salida del cristianismo en favor de un
humanismo sin Dios. Por otro lado confirma la religión y su fecundidad, que a
veces reconocen más los no cristianos que ellos mismos. Un humanismo espiritual
pero no religioso puede también ayudar a una remodelación de la religión,
excesivamente sofocada en su espiritualidad por las estructuras institucionales
y la carga dogmática y jurídica. El resurgimiento de la carismaticidad, de la
comunidad y de los laicos en las iglesias puede ser también facilitado por la
espiritualidad no religiosa.
CONCLUSIÓN: LA
BÚSQUEDA DE SENTIDO COMO APROPIACIÓN DE LO RELIGIOSO
Ante una
valoración negativa del progreso y de los riesgos que ha generado la
postmodernidad hay una búsqueda de
sentido, que es básicamente una apropiación de lo religioso. La pérdida de influencia del
cristianismo no implicaría la ausencia de lo sagrado, que retorna desde
tradiciones que habían sido desbancadas por él. Se reconoce también que las
corrientes que hoy luchan contra el cristianismo han surgido de una cultura
cristiana. Y se rechaza el sometimiento a Dios, aunque se reconoce que la
obediencia se ha desplazado a instancias mundanas como el Estado y la sociedad
de mercado. Se valora lo religioso en el hombre, incluso como constitutivo de
la naturaleza humana, lo cual explicaría la pervivencia de las religiones en la
historia de la humanidad. Pero ahora lo religioso se canalizaría fuera de
ellas, y se vería solo como creación subjetiva y opción personal. Las
cuestiones límites siguen planteándose, pero sin Dios ni los componentes
institucionales que acompañan la oferta de las religiones. Lo trascendente está
inscrito en las búsquedas humanas, aunque no haya claridad sobre su realidad
constitutiva. Como no hay fundamentos, tampoco los hay para las versiones
secularizadas que no vinculan la realización humana a la fe en Dios. Solo se
ofrece un horizonte posibilista de futuro, no una meta o un fin último de la
historia. Y esto implica a la fe y a la libertad, se crea o no en Dios .
Las
religiones, en concreto el cristianismo, no han sido pasivas ante los cambios.
Han asumido los presupuestos sociales, culturales e ideológicos de la muerte de
Dios y han buscado adaptarse a la nueva situación. Había que responder a los
retos de la secularización, el laicismo y la postmodernidad abriendose a nuevas
influencias, que incidieran en la estructuración del cristianismo. Cuanto más
racionalista y pragmática es la sociedad, más añoranza hay por ideologías y
tradiciones compensatorias. Los idealismos y espiritualismos actuales son el
equivalente de las corrientes románticas y vitalistas del siglo XIX. En ambos
casos se reacciona contra la sociedad científico-técnica, el pragmatismo y el
naturalismo, y la crisis de las metafísicas, de las éticas y de las religiones.
La insistencia en los factores materiales y en los condicionamientos externos
de las creencias y de los deseos, ha agudizado la necesidad de centrarse en la
experiencia interior, en las vivencias y en el mundo de los deseos. Las nuevas teologías
son también un exponente de la globalización, del influjo de otras tradiciones
culturales que irrumpen en Occidente, con especial repercusión en el campo
religioso. Al cambiar el panorama religioso con la irrupción de nuevas
religiones, confesiones, sistemas de creencia y rituales, se hace necesaria una
nueva teología de las religiones y se cuestiona el casi monopolio que ha tenido
el cristianismo en Occidente. A esto nos referiremos en un próximo artículo,
elaborado también para FronterasCTR, que será publicado próximamente.
Artículo
elaborado por Juan Antonio Estrada, Catedrático de Filosofía en la Universidad
de Granada.
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