ENTREVISTAS
«El drama espiritual de la sociedad española es que ha renunciado a su pasado»
2021 (Enviada por Manolo Alcalde)
Desde que revolucionó a media España con su ’Biografía del Silencio’, la palabra del sacerdote y escritor Pablo D’Ors no ha cesado de aparecer en la esfera pública a través de los medios de comunicación y múltiples foros. Tiene fama de católico heterodoxo por haber jugueteado con técnicas de contemplación no estrictamente cristianas, pero él argumenta su fidelidad a la esencia del cristianismo que comparte a través de su Asociación Amigos del Desierto. Lleva los últimos cuatro años escribiendo su próxima obra, ’Biografía de la luz’, que es la continuación de ‘Biografía del Silencio’ y para la que se ha estado preparando toda la vida, como nos confiesa en esta entrevista. Sus palabras evocan luz, especialmente tras la oscuridad del 2020.
En un mar de conversaciones privadas todos nos confesamos estar preocupados con la situación actual tanto por el impacto del coronavirus en la economía y la sociedad, como por el devenir de nuestra política. Me interesa más que me cuentes, no tu preocupación, sino cómo vives tú la esperanza en la España del 2021.
- La esperanza es una virtud, nada que ver, por tanto, con el mero optimismo, que es algo temperamental, o con el empeño por una visión positiva. Se puede ser, por ejemplo, pesimista y esperanzado, como es mi caso. La esperanza debería ser casi una obligación moral en estos tiempos de pandemia que nos están tocando. El asunto es dónde fundamentarla. Si las circunstancias son adversas, y lo son –quizá siempre lo han sido–, entonces es que hemos de fundarnos en algo que vaya más allá de lo contingente: en el ser, cabría decir, en la fe, diríamos los creyentes. Por supuesto que ante la covid-19 hay un trabajo pragmático y resolutivo que hacer (atender a los enfermos, prevenir los contagios, invertir en investigación…); pero eso no es ni mucho menos todo. Lo sustancial es mirar a la pandemia a los ojos y mantener ahí la mirada. Esta oscuridad hemos de atravesarla para llegar al otro lado, donde se esconde y nos espera la luz. No estoy hablando de nada esotérico, sino de la necesidad de contemplar. La contemplación tiene su lugar ante esta situación que nos ha tocado vivir, no sólo el pensamiento y la acción. Es ahí donde yo cifro mi esperanza y donde sé positivamente que la podremos encontrar.
El posmodernismo nos trajo un relativismo moral y parece que ahora la posverdad nos trae un nuevo relativismo donde ya no sabemos qué es verdad y qué es mentira. Y lo peor, no parece que nos importe.
Es el tema al que dedicó su pontificado Benedicto XVI. En un mundo donde nada es blanco ni negro, sino que su color depende de las voluntades inciertas de la ciudadanía –así como de la frágil consistencia de sus gobiernos–, y en un sitio así el terreno es muy resbaladizo. Prácticamente aguas pantanosas. Pero el río no es sólo agua que fluye y cambia, sino también las rocas que están debajo y que permanecen y dan solidez. Una sociedad líquida como la nuestra es el contrapunto, probablemente necesario, pero insuficiente, a otra, del pasado, donde todo estaba demasiado establecido y solidificado, con pocas ventanas a la novedad.
La verdad es la vida, y a todos nos gusta la vida, eso es algo que va con el ser humano. La verdad no es simple adecuación de la mente con la realidad, esa es una visión muy chata, penosamente intelectualista. La verdad no es una posesión, sino el regalo de un diálogo regido por el amor. Conversamos para buscar la verdad. Ceder al relativismo es haber claudicado en la pasión de esa búsqueda. La ambigüedad moral o ambivalencia ética de muchos de nuestros contemporáneos es una derrota del pensamiento. Lo que pasa es que no nos gusta que nos digan que nos hemos estado mintiendo, que nos hemos acomodado en la mentira. Y hacemos constructos increíbles para justificar nuestra lamentable situación.
«En tiempos de pandemia, la esperanza debería ser casi una obligación moral»
La búsqueda de la verdad ¿debería ser una cruzada privada o pública? Lo digo porque mi amigo Diego S. Garrocho inició en el diario El Mundo un debate sobre la ausencia de intelectuales cristianos en el debate público, al que le siguieron respuestas de mi otro amigo Ricardo Calleja y de Quintana Paz.
Es cierto que en el cristianismo han desaparecido los intelectuales, o acaso están callados y encerrados en sus despachos. Tampoco hay de qué extrañarse. Cuando la fe está viva, es necesariamente creativa; y entre las muchas cosas que crea está la teología, el pensamiento alentado por la fe. Eso hoy apenas existe y las razones son muchas. Hay, desde luego, una razón externa a la iglesia, de carácter social. Lo cristiano es hoy políticamente incorrecto. Daré un ejemplo. Tras haber sido preguntado qué escribían bajo mi nombre en la cartela, de cara a presentarme ante un auditorio, y haber respondido yo que escritor y sacerdote, pues esa es mi doble condición profesional, en más de una ocasión me he encontrado que la palabra sacerdote había sido censurada, quedando sólo la de escritor. Un hombre como yo, sacerdote, es un elemento anacrónico, prácticamente exótico, en este tiempo nuestro. ¡No saben qué hacer conmigo! Es divertido, pero también triste. Y, desde luego, muy revelador. Es difícil que la Iglesia piense cuando tiene el mundo en contra. Está más preocupada por sobrevivir. La razón interna, de índole más estrictamente eclesial, es que la teología no ha sido entendida fundamentalmente como cultura, sino como doctrina. Se ha quedado en la justificación racional del Credo, no ha lanzado puentes al arte o al pensamiento espiritual, desde horizontes menos domésticos. La teología se ha convertido por eso en algo muy aburrido, sin oxígeno. Tras cinco años dando clases en distintos centros universitarios yo, por mi parte, decidí dejarlo y centrarme en la creación literaria y en el cuidado pastoral, que me parecían campos mucho más útiles y fecundos. Claro que nosotros podremos renunciar a la verdad, pero la verdad, por fortuna, nunca renuncia a nosotros.
La verdad que el ideal del amor cristiano cobra ahora más pertinencia que nunca en un contexto de polarización, donde parece que las redes sociales nos devuelven a un nuevo Leviatán, a un nuevo estado de la naturaleza. ¿Por qué crees que somos incapaces de incorporarlo a la vida pública?
El drama espiritual de la sociedad española, y de la europea más en general, es que ha renunciado a su pasado, se ha desidentificado de él. Pero entender Europa sin la raíz judeocristiana es poco menos que imposible. Si no sabes quiénes son tus padres, estás perdido. No tienes una raíz desde la que entenderte. No puedes crecer sin raíz. Tu crecimiento estará siempre amenazado. No se trata de volver a lo de antes, es natural, no estoy abogando por eso. Debe haber una renovación de la tradición. Hemos de reformular nuestro pasado cultural, cristiano para más señas, conforme a nuestro lenguaje y sensibilidad. Todo mi esfuerzo pastoral se cifra en eso. No es necesario emigrar espiritualmente; aquí, en casa, tenemos los recursos suficientes y más que suficientes para hacer la aventura interior.
Las redes sociales fomentan la necesaria horizontalidad a la hora de construir una sociedad, pero nos dejan sin la también necesaria verticalidad. Sin hondura, sin profundidad. Detrás de la superficie hoy sólo hay más superficie. Somos constructores de grandes superficies. Esta misma entrevista, más allá de que sea yo quien la esté respondiendo, ¿cuántos se tomarán la molestia de leerla de principio a fin? ¿Cuántos, en cambio, se conformarán con leer los titulares y echar un vistazo a las fotos? No es posible amar y quedarse en la superficie. El amor es una experiencia profunda, toca fibras íntimas, obliga a mirar al otro y a mirarse a uno mismo, a mantener la mirada. Hoy no sabemos amar porque no mantenemos la mirada. Pasamos de una cosa a la otra, víctimas de una avidez estructural. Por eso el amor cristiano y el amor en general -si es que realmente son cosas tan distintas, lo que dudo- es hoy la necesidad primordial y la propuesta más provocadora y contracultural.
«Plantear la muerte como una elección personal es tanto como considerar la vida como una propiedad»
Escribí hace un año en Ethic sobre la necesidad de una revolución espiritual para el futuro de la democracia.
Yo me conformaría con una reforma, como he apuntado más arriba. No creo que necesitemos un punto y aparte –eso es la revolución–, sino un punto y seguido. La casa del espíritu ha sido en Europa, hasta al menos la Modernidad, la religión. Luego esa casa ha sido ocupada por el arte, quedando la religión cada vez más orillada, y ello hasta el punto que llegó a postularse su desaparición. La religión en Europa es decadente, para eso no hace falta que echemos un vistazo a las estadísticas, pero podemos hacerlo, es muy instructivo. El arte, por otro lado, está demasiado lleno de egos como para poder alimentar el alma verdaderamente. ¿Qué libros nos impulsan a ser mejores personas, por ejemplo? Esta pregunta desmonta la presunta espiritualidad de la literatura, o al menos de buena parte de ella. La finalidad de la espiritualidad es la armonía personal y la paz social. Si una espiritualidad no conduce a la compasión no es verdadera espiritualidad, sino simple aristocracia interior. No confundamos las cosas. La espiritualidad supone dos virtudes que no sé si el europeo medio está en condiciones de ofrecer: la constancia y la humildad. Somos inconstantes, cambiamos de todo a cada rato. Sin perseverancia, ningún cambio profundo –léase espiritual– puede operarse. Y por lo que se refiere a la humildad, ¿quién está dispuesto, ya de adulto, a fiarse de un maestro, a seguir fielmente una propuesta, a no dinamitarla con la sospecha y el raciocinio? Mientras no queramos ser discípulos, la idea de una espiritualidad no pasará de ser eso, una idea, una mera utopía, un sueño del que despertaremos para encontrarnos las manos vacías.
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