Hace 70
años, desde una cárcel de Hitler, en momentos de desesperación tras el
holocausto y años en guerra, uno de los grandes profetas de nuestro futuro,
escribió que hay una razón para seguir amando a esta tierra sin desesperar: y
es que ha producido a Jesús de Nazaret. Parecerá una afirmación exagerada, pero
sorprende por venir de alguien tan sobrio y contenido como D. Bonhoeffer.
¿Quién era pues ese tal Jesús?
De los
primeros testigos de su paso por la tierra quedan dos rápidas pinceladas: “no
buscó su propio interés”; “pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos”.
De quienes recogieron recuerdos de su vida y los sistematizaron en forma de
biografías-invitaciones a la fe, podemos destacar algunos rasgos:
Procedía de
un pueblo pequeño casi desconocido. No tuvo estudios especiales, trabajó
durante años en cosas de albañilería. Un buen día comenzó a recorrer su tierra
anunciando que es posible otro mundo si nos decidimos a mirar a Dios con una
palabra que, a la vez, denota el máximo de familiaridad y cercanía, pero también
la imposibilidad de apropiarnos de Él: pues, llámesele padre o madre, lo es de
todos, no sólo mío. Otro de sus biógrafos presenta como programa de su vida
unas palabras del profeta Isaías: “el Espíritu de Dios está sobre mí, me ha
ungido para anunciar la buena noticia a los pobres y la liberación a los
oprimidos”.
En
consonancia con este programa, solía comer públicamente con “gentes de
malvivir”, desafiando una costumbre de su época de públicos banquetes
ostentosos de las clases altas. Se le conoce amistad y cercanía con algunas
prostitutas, a las que liberó de su esclavitud, pero de las que decía que
estaban más cerca de Dios que sus los jefes del pueblo. Defendió a las mujeres,
rechazando el derecho al repudio que se atribuían los hombres de su época, y
abriendo a la mujer el estudio de la “Ley de Dios”, que su sociedad reservaba
solo a los hombres.
Fue también
un terapeuta innegable, pero provocativo: parece que prefería curar en días “de
precepto”, como si quisiera mostrar que los enfermos tienen derecho a no
esperar más, porque su salud es más importante que la guarda de preceptos
cúlticos. Una de las expresiones que más nos llaman la atención es que “se le
conmovieron las entrañas”.
Junto a esa
práctica de misericordia tenía a veces un lenguaje duro y provocativo: enseñaba
a no llamar a nadie padre ni señor: porque los hombres (aunque tengamos
funciones diversas) somos todos hijos de un mismo Padre y tenemos un único
Señor que es Dios. Armó una escandalera en el “vaticano” de su época, alegando
que el culto a Dios no debe ser ocasión de comercio. Su visión de los
jefes religiosos cabe en un palabra que sólo se ha conservado en sus labios:
hipócritas . Pese a ello, exhortaba a ser misericordiosos como el Dios que Él
anunciaba.
Su regalo
era siempre la paz; y tenía una extraña concepción de la felicidad, que
prometía a quienes opten por los condenados de la tierra desde una actitud de
misericordia que genera hambre de justicia. Porque veía a el mundo dividido
entre pobres, hambrientos, llorosos y perseguidos, por un lado y, por el otro,
ricachones hartos, que ríen y persiguen, los cuales son “malditos”.
Por eso eran
provocativas sus palabras cuando entraba en el campo económico: los
propietarios del “proyecto de Dios” que él anunciaba son sencilla y únicamente
los pobres (vivió en una sociedad agobiada por las deudas, que llevaban a
muchos a perder su terruño y dedicarse a la esclavitud, la prostitución o el
bandolerismo). Enseñaba que es imposible que un multimillonario se salve, a
menos que se produzca un milagro que sólo Dios puede hacer: que se
desprenda de su fortuna (salvo aquello que necesite para una vida sobria y
digna), poniéndola al servicio de las víctimas. Porque, según él, “es imposible
servir a Dios y al dinero cuando se convierte en un dios”.
La otra
palabra que más se le aplica en los evangelios significa, a la vez, libertad y
autoridad: “las gentes se maravillaban de la libertad-autoridad con que
hablaba” y que no tenía nada que ver con lo que estaban acostumbrados a oír.
Jesús nació,
vivió y murió como un laico. No fue sacerdote
y se movia entre las gentes con sus problemas normales. Rechazó lo
sagrado como fuente de dominio y opresión. Por eso combatió las principales
instituciones sagradas de Isrrael: La ley y la tradicción mosaica, el precepto
del sábado, el Templo. Para él el ser humano es lo único sagrado y está en el
centro de su mensaje.
Sorprendente
fue su vida y sus palabras. Pero más
sorprendente es la reacción que desató: los responsables de aquella sociedad se
hartaron de acusarlo de populista y terrorista. La conflictividad explotó
cuando él puso de relieve que hablaba y actuaba así porque así es como actúa
Dios. Entonces se le tachó de blasfemo, y los poderes religiosos y políticos
dieron un respiro porque ya tenían algo claro por lo que condenarlo. Aun así,
buscaron para él la muerte más ignominiosa y la condena más “ejemplar”…
¿Es posible
que haya existido un hombre así? preguntaba R. Attenborough en su película
sobre Gandhi. Prescindiendo ahora del santo hindú (que se confesaba muy
influido por Jesús), esa misma pregunta sigue vigente para nosotros hoy. Los
cristianos confiesan que un hombre así fue posible porque era transparencia y
calco del mismo Dios, revelado en la humanidad de aquel hombre. Dios “hecho
hombre”, Para los cristianos Dios es Jesús, porque Jesús se nos presenta como
la palabra de Dios, el Icono de dios, la revelación más perfecta de
Dios. Un hombre que por su vida y
doctrina lo consideramos patrimonio de la humanidad.
Esa fe no se les exige hoy a todos. Pero lo
que sí pueden (y deberían) todos hoy,
es paladear la humanidad de aquel Nazareno. Y sacar consecuencias.
AUTOR: Ignacio González Faus
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