¿Solo una hamaca vacía?
Manuel
Fraijo (El
Pais , 13 AGO
2016 )
El pensamiento occidental casi siempre fue insumiso con la muerte. Los
defensores de la esperanza comprendieron que no hay mejora en este mundo que
alcance a hacer justicia a los muertos; de ahí la creencia en que nadie muere del todo.
Ocurrió hace bastantes años:
un prestigioso teólogo protestante alemán pronunció una conferencia en Madrid
sobre la muerte.
Dado que nada dijo sobre la fe del cristianismo —y de muchas
otras religiones— en una posible pervivencia más allá de la muerte, me atreví,
en el encuentro que siguió a su intervención, a plantearle la pregunta por lo
que solemos llamar “el más allá”. Recuerdo que lo hice con bastante
inseguridad, ya que por el tenor de su conferencia sospechaba lo que en
realidad ocurrió: mi pregunta no fue de su agrado. Intentó “despacharla” por la
vía rápida, asegurándome que carecía de base en el Nuevo Testamento. Metidos ya
en harina, le mencioné algunos textos bíblicos sobre el tema y apelé a que el
más importante teólogo católico del siglo XX, Rahner, había afirmado que el
Nuevo Testamento se escribió “a la luz de la resurrección”; y, para hacerle la
cosa más familiar, le dejé caer que dos grandes maestros de la teología
protestante, Barth y Bultmann —él era discípulo de Bultmann— solían repetir que
los términos “Dios” y “resurrección” son equivalentes.
Llegados
a este punto, su respuesta tomó un cariz completamente inesperado para mí. Con
la mirada perdida, y casi sin darse cuenta de mi presencia, comenzó a hablar de
su hijo, recientemente fallecido. Me contó que era muy joven, que la enfermedad
fue larga y dolorosa. Por las tardes salía al jardín y se sentaba en una
hamaca; poco después llegaban su novia y algunos amigos; con naturalidad, sin
prisas, hablábamos de todo un poco. Cuando
todo terminó —me explicó con cierta emoción— su novia siguió viniendo a verme;
se casó con un ayudante mío de cátedra; tienen dos hijos, que también vienen a
verme; son mis nietos; la hamaca también sigue allí. Y mirándome fijamente
concluyó: todo ello, su novia, los hijos de su novia, el jardín, la hamaca, ya
vacía, y un montón de recuerdos es lo que queda de mi hijo. “A esas realidades
se reduce su nueva vida, por la que usted al parecer tanto se interesa”. Siguió
un prolongado silencio que yo ya no me atreví a quebrantar con el mismo tema.
Hace años que murió mi interlocutor de aquel día, pero no he olvidado
nuestro encuentro ni el relato de su hamaca vacía. Lo recuerdo de modo especial
a medida que también en la propia vida va aumentando el recuento de hamacas
vacías. Me sigo preguntando si habrá que conformarse, como él, con los
recuerdos. Desde luego, el recuerdo es una presencia densa, simbólica,
evocadora. Si queda el recuerdo, queda algo noble. De hecho, en las religiones
tradicionales africanas, mientras el difunto es recordado por su nombre, aún no
está muerto del todo; pertenece a la categoría de los “muertos vivientes”. El
proceso de la muerte solo se completa cuando, pasadas algunas generaciones, ya
nadie recuerda al difunto; solo entonces deja de ser miembro formal de la gran
familia africana. Es el momento en el que se cree que se ha unido a sus
antepasados y se ha marchado “a casa”, a la que se supone su última y
definitiva morada.
Pero
nuestro ámbito occidental raramente se ha contentado con el mero recuerdo; casi
siempre se mostró insumiso frente a la muerte. Muchos de sus grandes filósofos
anduvieron a vueltas con algún género de supervivencia. Por lo general, le
dieron el nombre de “inmortalidad del alma”. Pocos se atrevieron con un término
tan cargado de connotaciones monoteístas como el de “resurrección”.
Pero, con una u otra
terminología, todos apuntaban en la misma dirección: el decidido rechazo, tan
unamuniano, de la nada como destino final de la inquieta peregrinación humana
por la historia. “Hasta el mísero hombre del Neanderthal —escribe el
historiador de las religiones James— contaba ya con una vida más allá de la
tumba”. Conocido es el enigmático aserto de Heráclito: “A los hombres, tras la
muerte, les aguardan cosas que ni esperan ni imaginan”. El afán por “durar”
(Spinoza), la esperanza de algún género de futuro tras la muerte parece haber
acompañado desde muy tempranamente a los seres humanos. Platón aseguró que no
todo lo nuestro perece: perdura el alma inmortal. Una gran obsesión pareció
acompañar siempre a este filósofo: el mundo sensible no puede, no debe,
erigirse en explicación del mundo espiritual.
Platón ha sido generosamente heredado.
Solo una muestra: imposible no recordar el postulado de la inmortalidad
kantiano. Un mundo que niega la felicidad a seres dignos de ella y se la otorga
a los que no la merecen no puede ser la máxima expresión de lo que nos cabe
esperar. Es lícito, obligado incluso, soñar con escenarios más justos. Kant,
afirma Adorno, postuló la inmortalidad para huir de la “desesperación”, para
abrirse “al ansia de salvar”.
Y es que los defensores de la
esperanza comprendieron siempre que no hay mejora en este mundo que alcance a
hacer justicia a los muertos; las mejoras nunca las disfrutarán los que ya se
fueron. Incontables seres humanos llegaron al final de sus días sin que hubiese
sido tenida en cuenta su humilde solicitud de una vida digna; siempre fueron meros
aspirantes a lo elemental, candidatos injustamente rechazados. De ahí que
algunos grandes espíritus, ansiosos de reparar injusticias, hayan soñado con
que nadie muera del todo para siempre. “La esperanza perdida de la resurrección
—escribe Habermas— se siente a menudo como un gran vacío”. Es un anhelo
profundamente humano. Eso sí: un anhelo de incierto cumplimiento. Laín Entralgo
lo formuló así: “lo cierto es siempre lo penúltimo y lo último es siempre
incierto”.
Y, obviamente, son las
religiones —especialmente las monoteístas— las más reacias al relato de la
hamaca vacía. Desde siempre ofrecieron su palabra de honor de que, tras la
muerte, habrá nuevas acogidas, nuevos inicios, libres ya del signo de la actual
precariedad. Eso sí: las religiones no informan de lo que saben, sino de lo que
creen. De ahí que grandes creyentes como el cardenal Newmann suplicasen: “Que
mis creencias soporten mis dudas”. En este sentido, el “más allá” no es
científicamente verificable ni, por tanto, refutable. Las religiones consideran
que algo puede ser significativo sin ser científico. Entre paréntesis: parece
que, al principio, la nueva vida, la resurrección, solo se esperaba para los
mártires, es decir, para los más afectados por el mal y el sufrimiento; pero
lentamente se fue abriendo paso el convencimiento de que en mayor o menor
medida todos terminamos compartiendo la condición de mártires: la muerte, que
no es solo el final de la vida, sino su permanente amenaza, se encarga
sobradamente de ello.
Para
concluir: de especial trascendencia continúa siendo el anuncio cristiano de la
resurrección de Jesús de Nazaret como anticipo de la resurrección universal. El
teólogo Moltmann asegura que la resurrección de Jesús “ha hecho historia”. Es
cierto: al menos iluminó muchos últimos instantes y suavizó innumerables
despedidas. En algún sentido es el gran contrapeso de la hamaca vacía.
Manuel
Fraijó es catedrático emérito de la Facultad
de Filosofía de la UNED. Acaba de publicar Avatares de la creencia en Dios (Trotta).
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