Estamos en una fuerte movida de nuevas ideas y nuevas prácticas hacia el ajustre psicológico y el crecimiento espiritual. Nosotros lo conocemos. Hoy, más que nunca, no queremos perder la sabiduría de las tradiciones espirituales.
Las
doce tesis. Llamada a una nueva reforma
Síntetizado de John Shelby Spong, obispo cristiano
Introducción
Cuando se acercaba el
siglo XXI, con las celebraciones del milenio, me sentí cada vez más llamado a
evaluar el estado de la religión cristiana en el mundo. Por todas partes había
múltiples signos de su declive y quizá, incluso, de su muerte inminente. Cada
vez menos personas acudían a las iglesias en Europa, y las que lo hacían eran
cada vez más ancianas. Nada de esto era nuevo. Conforme afrontaba estas
cuestiones como obispo y como cristiano comprometido, llegué a convencerme de
que la única forma de salvar al cristianismo como fuerza para el futuro era
encontrar en la Iglesia el coraje que la hiciese capaz de renunciar a muchos
esquemas del pasado.
Traté de articular este desafío en mi libro Por qué el
cristianismo debe cambiar o morir, publicado justo antes de la llegada del
siglo XXI.
Poco después de la
publicación de ese libro reduje su contenido a doce tesis, que puse, a la
manera de Lutero, en la entrada principal de la capilla del Mansfield College,
en la Universidad de Oxford, en el Reino Unido. Recientemente, me pidieron que
explicase mis razones para llamar al debate sobre estas doce tesis. Estoy
encantado con esta oportunidad de hacerlo. Recibo con gozo las respuestas de
cristianos de todas partes. No me presento como experto ni pretendo tener certezas
cuando ofrezco mis respuestas, pero confío en que entiendo los problemas que
afrontamos como cristianos que quieren conectar con el siglo XXI.
(Debido a la amplitud de esta publicación sólo recogemos las tesis 1 y
2, y estas abreviadas. Por otra parte, son representativas de lo que Spong
dice)
TESIS 1
El teísmo como forma de
definir a Dios ha muerto. Ya no puede entenderse a Dios de forma creíble como
un ser con poder sobrenatural, que vive por encima del cielo y está listo para
interferir en la historia humana periódicamente, a fin de hacer cumplir su
divina voluntad. Por tanto, hoy, la mayor parte de lo que se dice sobre Dios no
tiene sentido. Debemos encontrar un nuevo modo de conceptualizar a Dios y de
hablar sobre Él.
Es importante que los cristianos
admitamos la crisis de la fe en que vivimos, para entender así su origen y
reconocer que esta no puede ser negada ni ignorada.
La persona que, en mi
opinión, dio inicio a una nueva visión de la realidad que aún hoy sigue
desafiando la credibilidad de la forma tradicional de expresar la mentalidad
cristiana, fue un devoto monje polaco llamado Nicolás Copérnico, que vivió en
una época tan lejana como el siglo XVI. Murió sin haber desafiado nunca la
conciencia de la Iglesia.
Sin embargo, el sucesor intelectual
inmediato de Copérnico fue un astrónomo italiano del siglo XVII llamado Galileo
Galilei, el cual, como Copérnico, era profundamente católico. Copérnico estaba
seguro de que la relación entre la Tierra y ese Sol en el centro consistía en
ser un satélite que da vueltas a su alrededor, en un ciclo anual. Esta idea se
ajustaba a las conclusiones a las que Galileo había llegado, y respondía a
muchas de sus preguntas, lo que, lentamente pero con seguridad, le hizo aceptar
lo que luego llegaría a llamarse “la revolución copernicana”.
Se había enseñado a la
gente a creer que esta cosmología se podía enunciar de manera simple: Dios
habita por encima del cielo; la Tierra era el centro, no sólo del universo,
sino también de la atención de Dios. La mirada divina que todo lo ve en el
mundo desde su reino celestial asistía a Dios en la tarea de registrar todas
las acciones y fechorías de cada ser humano. Eso era, en esencia, lo que tanto
Copérnico como Galileo parecían cuestionar directamente.
Galileo había desafiado
esta antigua y universalmente aceptada visión del mundo. La intuición de Galileo desplazaba a Dios de
su divina morada y, a fin de cuentas, lo convertía en un sin-techo. Si Dios no
habitaba por encima del cielo, ¿dónde estaba?
El Vaticano anunció
finalmente que ahora creía que Galileo estaba en lo cierto.
El resultado de esta
controversia en torno a Galileo era que se había desplazado a Dios
definitivamente. Galileo había provocado que el mundo experimentase un periodo
de rápida transformación y crecimiento y, al precipitarse todos estos cambios
sobre la conciencia humana, pronto se haría obvio que el cristianismo, tal como
se había entendido tradicionalmente, ya no encajaba en este nuevo mundo que
nacía.
El año en que Galileo
murió, nació Isaac Newton en la región Northumbria, en Inglaterra. No había
lugar en el universo de Newton para un Dios exterior que interviniese de modo
sobrenatural en la historia humana. Cuando los humanos empezamos a entender
algo sobre los frentes atmosféricos y sobre lo que los causaba, así como sobre
otras realidades geológicas, dejó de creerse que Dios controlase cosas como los
huracanes, las riadas, las sequías o los terremotos. Ya no tenía ningún trabajo
que hacer.
En los años treinta del
siglo XIX, un naturalista inglés llamado Charles Darwin comenzó su viaje
alrededor del mundo en el Beagle. Allí encontraría Darwin evidencias ciertas de
que la evolución de las especies está causada por la interacción de los seres
vivos con un entorno en continuo cambio. Darwin sostenía que toda vida evolucionó a lo
largo de millones, incluso miles de millones de años, a partir de simples
células. De modo que el relato de la creación del libro del Génesis no era ni
biológica ni históricamente exacto.
Más tarde, pero aún en
ese siglo XIX, un doctor francés llamado Louis Pasteur descubrió los gérmenes.
Hubo un tiempo en que se creía que la enfermedad estaba en manos de Dios. Se
trataba, por tanto, con oración y sacrificios. Cada vez con más rapidez el
concepto teísta de Dios empezó a quedar arrinconado en la conciencia humana.
El temor de Dios, que
conformaba buena parte del cristianismo, con sus imágenes del cielo y el
infierno, empezó a desaparecer. La retirada de Dios hacia la irrelevancia ante
los nuevos conocimientos casi se había completado.
También en el siglo XX,
un físico alemán llamado Albert Einstein empezó a estudiar lo que llegaría a
llamarse “relatividad”. Esto significa que no hay algo así como una verdad
absoluta.
Llamamos «teísmo» a esta
forma de entender a Dios. Decimos que aquellos que no creen en este Dios teísta
deben ser «a-teístas». El teísmo como forma de entender a Dios es ahora una
víctima de la expansión de nuestro conocimiento. Esa definición ya no tiene
sentido en nuestro mundo. No hay una divinidad sobrenatural por encima del
cielo esperando para venir en nuestra ayuda
Ahora bien, ¿significa
esto que Dios no tiene sentido? Esta es la mayor cuestión que el cristianismo
tiene hoy ante sí. ¿Podemos redefinir lo que entendemos por Dios? ¿Podemos
captar ese significado de otra manera? ¿Podemos renunciar a nuestras
definiciones teístas de Dios sin tener que rechazar al mismo tiempo la realidad
de Dios? Creo que podemos, y sé que debemos intentarlo. Si el teísmo muere,
¿morirá Dios? Si el cristianismo, como religión, ha de sobrevivir, debe
desarrollar una comprensión de lo divino que tenga sentido en el siglo XXI. Esa
se ha convertido en nuestra máxima prioridad.
Fue un filósofo griego
del siglo VI AEC llamado Jenófanes el que observó que «si los caballos tuviesen
dioses, estos parecerían caballos». El hecho de que todo lenguaje es un
lenguaje humano significa que todas las divinidades a las que los humanos han
adorado a lo largo de la historia tienden a parecerse mucho a los propios seres
humanos. Sí, hemos suprimido en la idea de Dios las limitaciones humanas, pero
los rasgos humanos permanecen. Por eso la mayoría de las ideas humanas sobre
Dios se expresan como negación. La condición humana es finita, así que Dios ha
de ser infinito, o “no finito”, decimos. Los seres humanos estamos vinculados a
un lugar determinado; Dios no debe tener esa atadura, así que se le llama
“omnipresente”. Los seres humanos tenemos un conocimiento limitado; Dios, por
definición, no debe tener ese límite, así que decimos que es omnisciente. Así
podríamos seguir con repetidos ejemplos, pero el resultado es siempre el mismo.
Esta divinidad omnisciente es en definitiva poco más que una construcción
humana.
Si la comprensión teísta
de Dios ha muerto, entonces se plantea enseguida la cuestión de si es Dios el
que ha muerto o la definición humana de Dios. ¿Podemos encontrar un modo de
hablar sobre Dios con otros conceptos, con otras palabras, o está Dios tan identificado
con nuestro lenguaje teísta que muere cuando muere ese lenguaje? Esta es
nuestra cuestión moderna.
Así que desechamos el
teísmo como una definición creada por nosotros, los humanos, y buscamos cambiar
de camino, hacia la realidad de Dios. Ese es un paso mucho más revolucionario
de lo que la mayoría de nosotros podemos imaginar, pero es ese el mundo en el
cual el cristianismo debe aprender a vivir.
TESIS 2
Dado que Dios ya no puede
concebirse en términos teístas, no tiene sentido tratar de entender a Jesús
como “la encarnación de una divinidad teísta”. Los conceptos tradicionales de
la Cristología están, por tanto, en bancarrota.
El cristianismo nació de
una experiencia de Dios asociada a la vida de un judío del siglo I llamado
Jesús de Nazaret. Cuáles fueron las dimensiones precisas de aquella experiencia
es algo difícil de decir. Los evangelios se escribieron entre 40 y 70 años después
de que se condenase a muerte a este hombre, así que no sabemos cómo articularon
realmente esa experiencia aquellos que fueron sus primeros discípulos en la
primera generación de la historia cristiana. La mayoría de ellos había muerto
antes de que se escribiesen los evangelios. Hasta donde sabemos, los primeros
discípulos estaban bastante convencidos de que todo lo que habían pensado
siempre sobre Dios lo habían experimentado presente en la vida de Jesús. Ese
fue el núcleo del mensaje y así es como comenzó el cristianismo. Parece que al
principio los seguidores de Jesús se limitaban a proclamar el núcleo de su
experiencia: “Dios estaba en Cristo”. Esto es todo lo que el Apóstol Pablo dijo
al principio de su vida cristiana (2 Cor 5,19). Se contentaba simplemente con
proclamar su experiencia, no tenía necesidad de explicarla. Creía que de algún
modo, en Jesús, había visto la presencia de lo santo. Así, al escribir a los
corintios, en torno al año 54, simplemente dijo: “Dios estaba en Cristo
A medida que se
desarrollaban, empezaron a configurar el cristianismo de nuevas maneras, según
pasaban los años.
Cuando Marcos, el primer
Evangelio, se escribió en torno al año 72, se introdujo en las mentes de los
seguidores de Jesús una nueva explicación de cómo él y Dios estaban conectados.
Sin embargo, el significado era ahora que la presencia de Dios se había enviado
para habitar en Jesús y en verdad, en la experiencia de los discípulos, este
espíritu lo marcó de modo que fue ya diferente. Se empezó a pensar en él como
en un ser humano lleno de Dios. En ese estadio se encontraba la comprensión
cristiana de Jesús en los años 70 del siglo I.
Este proceso de
explicación avanzó en la novena y la décima décadas, cuando se escribieron los
evangelios que llamamos Mateo (en torno al año 85) y Lucas (89-93). En estos
dos evangelios, se pensaba en Jesús, no sólo como en un ser humano infundido de
Dios, sino como una presencia de Dios que habitaba en su forma humana. La
Palabra de Dios “se hizo carne” en la persona de Jesús
Sin embargo, si la idea
de un Dios por encima del cielo ha llegado a estar en bancarrota, tal como creo
que ha sucedido, entonces la idea de que este Dios teísta se encarnó en el
Jesús humano está igualmente en bancarrota. Esto significa que esta que es la principal
explicación de Jesús en los credos, desarrollada a lo largo de siglos, ya no
puede aplicarse hoy. Ahora bien, ¿significa eso que la experiencia que esta
explicación pretendía explicar no es real ni válida? No lo creo. Pero sí
significa que hay que buscar nuevas palabras que la expliquen. Las antiguas ya
no funcionan.
Toda explicación es una
creación humana. Como tal, toda explicación está atada a un tiempo y tiene el
sesgo propio de ese tiempo. Por tanto, ninguna explicación es eterna. Sin
embargo, una experiencia que no se explica no puede pasar de unos a otros
Entonces, ¿cuál es esa
verdad eterna, intemporal, acerca de Jesús, a las que apuntan –tan
imperfectamente- nuestras veneradas palabras teológicas? ¿Qué hubo en torno a
Jesús que hizo que la gente creyese que había encontrado a Dios en él? Esto es
lo que la búsqueda de la verdad nos llama hoy a descubrir. La fe en Jesús como
la encarnación de Dios nació de una experiencia humana. ¿Cuál fue esa
experiencia? No fueron las historias sobre un poder milagroso de Jesús lo que
reunió a la gente alrededor de él. Eso vino mucho después de la afirmación de
que “Dios estaba en Cristo”. La convicción de que Jesús era la encarnación de
Dios no nace de los relatos de su poder milagroso. No podemos encontrar
evidencia alguna que asocie milagros a Jesús hasta la octava década de la era
cristiana.
La experiencia de hallar
a Dios en Jesús tuvo que ser algo original y transformador. Permítanme
presentar lo que esa experiencia tiene que ver con las cualidades de la
humanidad de Jesús, con la totalidad de su vida, con el poder de su amor para
romper ataduras, y con su capacidad para ser, en todo tipo de circunstancias,
él mismo de la forma más profunda y auténtica.
Quizá la gente vio y
experimentó en su vida “la Fuente de la Vida”, en su amor “la Fuente del Amor”
y en su ser “el Fundamento del Ser”. Quizá con esas experiencias llegaron a
entender que se habían encontrado con lo santo en las dimensiones de lo humano.
Quizá la experiencia es real y, una vez desechadas las explicaciones anticuadas
e irrelevantes, entonces la realidad de esa experiencia pueda proponerse una
vez más
Hoy, ¿podemos aún pensar
en Jesús como ser divino sin entenderlo como encarnación de una divinidad
sobrenatural que vive por encima del cielo? Cuando se formuló la doctrina de la
Encarnación, la gente pensaba en términos dualistas. Lo divino y lo humano se
oponían. Pero supongamos que lo divino y lo humano no son dos reinos separados,
sino una sola realidad continua. Quizá el camino hacia la plenitud e incluso
hasta lo divino consiste en hacerse profunda y plenamente humano.
Quizá se encuentre a Dios
en la libertad de permitir –y, en realidad, aceptar- la responsabilidad de
ayudar a los demás a ser aquello que cada uno fue creado para ser, sin imponerles
nuestras ideas. Quizá es eso lo que Pablo trataba de decir cuando escribió que
“Dios estaba en Cristo”, reconciliando al mundo con Dios y con la unidad de
Dios. Interpretada literalmente, la Encarnación no tiene sentido en un mundo
cuyo pensamiento ya no es dualista. Pero es infinitamente significativa cuando
se la ve, no como explicación, sino como una experiencia.
¿Podemos recuperar este
concepto cristiano para el siglo XXI? Creo que sí. Si el cristianismo ha de
sobrevivir, creo que debemos. Y el cristianismo podría resultar ser algo mucho
más profundo de lo que habíamos imaginado.
Mayo 2017. Síntetizado
de John Shelby SPONG, obispo cristiano
No hay comentarios:
Publicar un comentario