Erich
From , del Arte de amar
Paul Tillich sugirió que seria mejor abandonar el
ambiguo término «amor a sí mismo» y reemplazarlo por «autoafirmación natural»,
o «autoaceptación ». Si bien comprendo yo los méritos de esa sugerencia, no
puedo convenir con el autor al respecto. En el término «amor a sí mismo», el
elemento paradójico en amor a si mismo está mucho más claramente contenido. Se
expresa el hecho de que el amor es una actitud que es la misma hacia todos los
objetos, incluyéndome a mí mismo. Tampoco debe olvidarse que ese término, en el
sentido en que se lo usa aquí, tiene una historia. La Biblia habla de amor a sí
mismo cuando ordena «ama a tu prójimo como a ti mismo», y el maestro Eckhart
habla de amor a sí mismo en el mismo sentido.
Si bien la aplicación del concepto del amor a diversos
objetos no despierta objeciones, es creencia común que amar a los demás es una
virtud, y amarse a si mismo un pecado. Se supone erróneamente que en la
medida en que me amo a mí mismo, no amo a los demás, que amor a sí mismo es lo
mismo que egoísmo. Tal punto de vista se remonta a los comienzos del
pensamiento occidental. Calvino califica de «peste» el amor a sí mismo. Freud
habla del amor a sí mismo en términos psiquiátricos, pero no obstante, su
juicio valorativo es similar al de Calvino. Para él, amor a si mismo se
identifica con narcisismo, es decir, la vuelta de la libido hacia el propio
ser. El narcisismo constituye la primera etapa del desarrollo humano, y la
persona que en la vida adulta regresa a su etapa narcisista, es incapaz de
amar; en los casos extremos, es insano. Freud sostiene que el amor es una
manifestación de la libido, y que ésta puede dirigirse hacia los demás -amor- o
hacia uno -amor a sí mismo-.
Surgen los problemas siguientes: ¿La
observación psicológica sustenta la tesis de que hay una contradicción básica
entre el amor a sí mismo y el amor a los demás? ¿Es el amor a sí mismo un
fenómeno similar al egoísmo, o son opuestos? Y ¿es el egoísmo del hombre
moderno realmente una preocupación por sí mismo como individuo, con todas sus
potencialidades intelectuales, emocionales y sensuales? ¿Es su egoísmo idéntico
al amor a sí mismo, o es la causa de la falta de este último?
Antes de comenzar el examen del aspecto psicológico
del egoísmo y del amor a sí mismo, debemos destacar la falacia lógica
que implica la noción de que el amor a los demás y el amor a uno mismo se
excluyen recíprocamente. Si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo,
debe serlo también -y no un vicio- que me ame a mí mismo, puesto que también yo
soy un ser humano. No hay ningún concepto de persona en el que yo no esté
incluido. Una doctrina que proclama tal exclusión demuestra ser intrínsecamente
contradictoria. La idea expresada en el bíblico «Ama a tu prójimo como a ti
mismo», implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y
la comprensión del propio sí mismo, no pueden separarse del respeto, el
amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está
inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser. Hemos llegado ahora a las
premisas psicológicas básicas que fundamentan las conclusiones de nuestro
argumento.
En términos
generales, dichas premisas son las siguientes: no sólo los demás, sino nosotros
mismos, somos «objeto» de nuestros sentimientos y actitudes; las actitudes para
con los demás y para con nosotros mismos, lejos de ser contradictorias, son
básicamente conjuntivas. En lo que toca al problema que examinamos, eso
significa: el amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas.
Por el contrario, en todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará una
actitud de amor a sí.
El amor, en principio, es indivisible en lo que atañe
a la conexión entre los «objetos» y el propio ser. El amor genuino constituye
una expresión de la productividad, y entraña cuidado, respeto, responsabilidad
y conocimiento. No es un «afecto» en el sentido de que alguien nos afecte, sino
un esforzarse activo arraigado en la propia capacidad de amar y que tiende al
crecimiento y la felicidad de la persona amada. Amar a alguien es la
realización y concentración del poder de amar. La afirmación básica contenida
en el amor se dirige hacia la persona amada como una encarnación de las
cualidades esencialmente humanas. Amar a una persona implica amar al ser
humano como tal.
El amar a la propia familia pero ser indiferente al
«extraño», es un signo de una incapacidad básica de amar. El amor al ser humano
no es, como a menudo se supone, una abstracción que sigue al amor a una persona
específica, sino que constituye su premisa, aunque genéticamente se adquiera al
amar a individuos específicos. De ello se deduce que mi propia persona debe ser
un objeto de mi amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la vida,
felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la propia
capacidad de amar, esto es, en el cuidado, el respeto, la responsabilidad y el
conocimiento. Si un individuo es capaz de amar, también se ama a sí mismo; si
sólo ama a los demás, no puede amar en absoluto.
Dando por establecido que el amor a sí mismo y a los
demás es conjuntivo, ¿cómo explicamos el egoísmo, que excluye evidentemente
toda genuina preocupación por los demás? La persona egoísta sólo se interesa
por sí misma, desea todo para sí misma, no siente placer en dar, sino
únicamente en tomar. Considera el mundo exterior sólo desde el punto de vista
de lo que puede obtener de él; carece de interés en las necesidades ajenas y de
respeto por la dignidad e integridad de los demás. No ve más que a sí misma;
juzga a todos según su utilidad; es básicamente incapaz de amar. ¿la
preocupación por los demás y por uno mismo son alternativas inevitables?
Sería así si el egoísmo y el autoamor fueran
idénticos. Pero tal suposición es precisamente la falacia que ha llevado a
tantas conclusiones erróneas con respecto a nuestros problemas. El egoísmo y el
amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. El
individuo egoísta no se ama demasiado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal
falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta
de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesariamente infeliz y
ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se
impide obtener. Es verdad que las personas egoístas son incapaces de amar a los
demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas.
Es más fácil comprender el egoísmo comparándolo con la
ávida preocupación por los demás, como la que encontramos, por ejemplo, en una
madre sobreprotectora. Si bien ella cree conscientemente que es en
extremo cariñosa con su hijo, en realidad tiene una hostilidad hondamente
reprimida contra el objeto de sus preocupaciones. Sus cuidados exagerados no
obedecen a un amor excesivo al niño, sino a que debe compensar su total
incapacidad de amarlo. Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la
experiencia psicoanalítica con la «generosidad» neurótica, un síntoma
observado en no pocas personas, que habitualmente no están perturbadas por ese
síntoma, sino por otros relacionados con él, como depresión, fatiga,
incapacidad de trabajar, fracaso en las relaciones amorosas, etc La persona
«generosa» «no quiere nada para sí misma»; «sólo vive para los demás», está
orgullosa de no considerarse importante. Le intriga descubrir que, a pesar de
su generosidad, no es feliz, y que sus relaciones con los más íntimos allegados
son insatisfactorias. La labor analítica que la capacidad de amar o de disfrutar
de esa persona está paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y
que, detrás de la fachada de generosidad, se oculta un intenso egocentrismo,
sutil, pero no por ello menos intenso.
La naturaleza
de esa generosidad se torna particularmente evidente en su efecto sobre los
demás y, con mucha frecuencia en nuestra cultura, en el efecto que la madre
«generosa» ejerce sobre sus hijos. Ella cree que, a través de su generosidad,
sus hijos experimentarán lo que significa ser amado y aprenderán, a su vez, a
amar. Sin embargo, el efecto de su generosidad no corresponde en absoluto a sus
expectaciones. Los niños no demuestran la felicidad de personas convencidas de
que se los ama; están angustiados, tensos, temerosos de la desaprobación de la
madre y ansiosos de responder a sus expectativas. Habitualmente, se sienten
afectados por la oculta hostilidad de la madre contra la vida, que sienten,
pero sin percibirla con claridad, y, eventualmente, se empapan de ella. En
conjunto, el efecto producido por la madre «generosa» no es demasiado diferente
del que ejerce la madre egoísta, y aun puede resultar más nefasto, puesto que
la generosidad de la madre impide que los niños la critiquen. Se los coloca
bajo la obligación de no desilusionarla; se les enseña, bajo la máscara de la
virtud, a no gustar de la vida.
Si se tiene la oportunidad de estudiar el efecto
producido por una madre con genuino amor a sí misma, se ve que no hay nada que
lleve más a un niño a la experiencia de lo que son la felicidad, el amor y la
alegría, que el amor de una madre que se ama a sí misma.
El maestro Eckhart ha sintetizado magníficamente estas
ideas: «Si te amas a ti mismo, amas a todos los demás como a ti mismo. Mientras
ames a otra persona menos que a ti mismo, no lograrás realmente amarte, pero si
amas a todos por igual, incluyéndote a ti, los amarás como una sola persona y
esa persona es a la vez Dios y el hombre. Así, pues, es una persona
grande y virtuosa la que amándose a sí misma, ama igualmente a todos los demás»
Elaborado por Jesús
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