ALTRUISMO Karem Armstrom
Se dice que la
religión ha sido la causa de las guerras. En realidad, las causas son la
codicia, la envidia y la ambición, pero para endulzar estas emociones se las rodea
de retórica religiosa. Ha habido mucho abuso de la religión. Los terroristas
han usado su fe para justificar atrocidades que violan los valores religiosos.
En la Iglesia católica, papas y obispos han ignorado el sufrimiento de mujeres
y niños y de los abusos sexuales.
Sin embargo, es
difícil encontrar en la historia una época en se necesite de manera más
imperiosa la voz compasiva de la religión. Nuestro mundo está peligrosamente
polarizado. Hay un preocupante desequilibrio de poder y riqueza, que ha ido
alimentando la rabia, el malestar y la humillación hasta estallar en
atrocidades terroristas. Se ha permitido que disputas seculares, como el
conflicto árabe-israelí, se conviertan en «guerras santas», que una vez
sacralizadas, se endurecen. Pero hoy estamos más estrechamente unidos que nunca.
Lo que sucede en Gaza o Afganistán tendrá mañana repercusiones en Londres o
Nueva York. Se ha vuelto necesario aplicar la
“Regla de Oro”, que está en el
núcleo de todas las tradiciones religiosas, éticas y espirituales, y nos
exhorta a tratar siempre a los demás como nos gustaría que nos trataran a
nosotros. La compasión nos impulsa a trabajar para aliviar el sufrimiento de
todas las criaturas, destronar el centro de nuestro mundo y poner allí a los
otros, respetando la santidad inviolable de cada ser humano, tratando a todo el
mundo, sin excepción, con justicia, equidad y respeto. Actuar o hablar
violentamente por despecho o interés particular, explotar o negar los derechos
básicos de los demás —aunque sean nuestros enemigos— es negar nuestra humanidad
común.
La primera
persona en formular la Regla de Oro fue el sabio chino Confucio (siglo V a.C.).
La compasión es inseparable de la humanidad, la persona verdaderamente humana
está constantemente orientada hacia los demás y nos introduce en una
experiencia transcendente, que va más allá del egotismo. Buda (siglo IV a.C.)
estaría de acuerdo: afirmaba haber descubierto un reino de paz sagrada dentro
de sí mismo, al que denominó nirvana («apagarse»),
porque las pasiones, los deseos y el egoísmo, que hasta entonces le había
esclavizado, se habían extinguido como una llama. Estas tradiciones coinciden
en que la compasión es natural a los seres humanos y nos exhortan a dejar de
lado nuestro ego con una
consideración empática hacia los demás. Más tarde, las tres religiones
monoteístas llegarían a conclusiones similares. Esto pone de manifiesto que todas
las religiones, de manera independiente reflejan algo esencial en la estructura
de la condición humana.
En efecto, la
compasión es algo que reconocemos y admiramos y ha estado más o menos siempre presente
en los seres humanos. Pero en muchos aspectos la compasión es extraña a nuestro
estilo de vida moderno. La economía capitalista es competitiva e
individualista, y nos incita a ponernos a nosotros mismos por delante de los
demás. Cuando desarrolló su teoría de la evolución de las especies, Charles
Darwin reveló una naturaleza que era «roja
en dientes y garras»; el biólogo Herbert Spencer pensaba que, en vez de
estar imbuidas del «amor» budista, todas las criaturas estaban empeñadas en una
lucha brutal en la que sólo sobrevivían los más aptos. Los evolucionistas han
considerado que el altruismo es problemático, pues va contra de la visión
darwinista. Ahora, la ciencia como único criterio de verdad, afirma que
nuestros genes son irremediablemente egoístas. Estamos programados para
perseguir nuestros propios intereses, cueste lo que cueste. El altruismo sería
una ilusión, un sueño piadoso, “no natural”. El “altruismo” es sólo aparente. «El "altruista" espera reciprocidad para sí y sus parientes. Su
buena conducta es calculadora. Este «altruismo de corazón blando» se
caracteriza por «la mentira, la simulación y el engaño, pues el actor más
convincente es el que cree que su representación es real».
Sin duda, en lo
profundo de su mente, los humanos son despiadadamente egoístas. Este egotismo
está enraizado en el «cerebro antiguo», que nos fue legado por los reptiles,
queriendo salir del limo primordial hace quinientos millones de años. Estas
criaturas, absortas en su supervivencia, estaban motivadas por mecanismos, que
los neurocientíficos han denominado las «cuatro efes»: comer, luchar, huir y
reproducirse. Estos instintos se plasmaron en sistemas de actuación rápida, alertándoles
a competir despiadadamente por el alimento, a protegerse de cualquier amenaza, a
dominar su territorio, a buscar refugio y a perpetuar sus genes. Nuestros
antepasados reptilianos solo estaban interesados en el poder, el control, el
territorio, el sexo y la supervivencia.
El Homo sapiens
heredó estos sistemas neurológicos, situados en el hipotálamo y gracias a
ellos, sobrevive nuestra especie. Las emociones que engendran son fuertes,
automáticas y centradas en uno mismo. Sin embargo, durante milenios, los seres
humanos desarrollaron también un «nuevo cerebro», el neocórtex, sede del
razonamiento, que nos permite reflexionar sobre el mundo y sobre nosotros
mismos y superar las pasiones instintivas primitivas. Pero las «cuatro efes»
siguen informando nuestra actividad. Seguimos programados para adquirir más
bienes, para responder a cualquier amenaza, para luchar sin misericordia por la
propia supervivencia.
Y, sin embargo,
los seres humanos continúan promoviendo una empatía desinteresada. Augusto
Comte, fundador del positivismo y que acuñó el término «altruismo», no veía ninguna incompatibilidad entre la compasión y
la era científica. Aunque había vivido durante un período espantoso de
revolución en Europa, esperaba confiadamente el amanecer de un orden social
ilustrado, en el que la cooperación entre las personas no se basara en la
coerción, sino en “su tendencia innata al
amor universal. Ningún cálculo de interés propio puede rivalizar con este
instinto social. Cierto que las emociones benévolas tienen muchas veces menos
energía que las egoístas. Pero tienen una cualidad hermosa: la vida social no
sólo permite su crecimiento, sino que lo estimula en una medida casi ilimitada.”
Nuestro
neocórtex nos ha hecho criaturas en busca de sentido, conscientes de la
perplejidad y la tragedia de nuestra difícil situación, y, si no descubrimos
algún significado último, caemos en la desesperación. En el arte, como en la
religión, encontramos un medio de liberar y estimular la «flexibilidad» que nos
mueven hacia el “otro”; el arte y la religión nos impulsan a un nuevo espacio
dentro de nosotros, donde encontramos una cierta serenidad.
Desde el
principio, el arte y la religión estuvieron aliados. Las pinturas rupestres del
Paleolítico, tenían una función ritual. Estas pinturas siguen sobrecogiendo a
quienes las contemplan. La visión que las inspiraron son similar a la
espiritualidad de las comunidades indígenas cazadoras." A estas tribus les
inquieta que su vida dependa de la muerte de los animales, que consideran
amigos y protectores, y alivian su inquietud con rituales de empatía. En el
desierto Kalahari, los bosquimanos permanecen con su víctima, gritando cuando
la víctima grita, participando en su agonía.
Antropólogos y
neurocientíficos han investigado estas emociones «benévolas» en el cerebro
animal y humano, que han hecho más flexibles nuestros patrones de pensamiento, más
creativos y más inteligentes. La aparición de los mamíferos de sangre caliente
llevó a un cerebro que pudiera preocuparse por los otros y así ayudar a la
supervivencia de sus crías. Al principio, este cuidado era rudimentario y
automático; pero, con el paso de los milenios, los mamíferos empezaron a
construir cobijos para sus hijos y a enseñarles comportamientos que aseguraran
su salud y desarrollo. Por primera vez, los seres sensibles desarrollaban la
capacidad de proteger, cuidar y alimentar a una criatura distinta a ellos
mismos. Durante millones de años, esta estrategia demostró tener gran éxito y llevó
a la evolución de sistemas cerebrales aún más complejos. El afecto de los
padres que aseguraba la supervivencia de la especie, ayudaba a los jóvenes a
desarrollarse y les enseñó a entablar otras alianzas y amistades, que luego fueron
muy útiles en la lucha por la supervivencia. Es decir, se desarrolló
gradualmente la capacidad del altruismo."
Cuando los
animales no están protegiéndose de las amenazas, ni se están absortos en la
búsqueda de alimento, se relajan y están contentos. Entra en funcionamiento un
sistema “relajante”, equilibrando las
respuestas a las amenazas y al hambre. Disfrutan de tiempo libre con la
consiguiente recuperación de energías. Se pensaba que esta relajación era solo el
resultado de que los impulsos más agresivos se habían diluido, pero se ha
descubierto, que en los mamíferos y en los seres humanos, la relajación física
va también acompañada de profundos sentimientos positivos de paz, seguridad y
bienestar. Producidas inicialmente por la actitud «blanda» maternal, estas emociones son activadas por hormonas, como
la oxitocina, que induce un sentimiento de cercanía a los otros. Cuando los
humanos entran en este estado pacífico, se liberan de la inquietud y pueden pensar
más claramente y tener nuevas ideas. Cuando adquirieron estas nuevas
habilidades y dispusieron de más tiempo libre, algunos trataron de reproducir
esta serenidad con actividades y ritos.
El cariño maternal
fue el origen de nuestra capacidad para el altruismo. Los humanos, dependemos
más radicalmente del amor que cualquier otra especie. Nuestros cerebros se han
desarrollado para ofrecer y necesitar cuidados y resultan dañados si les falta
este alimento. El amor de la madre tiene una base hormonal fuerte, pero requiere
también una acción desinteresada «todo el día y todos los días». La
preocupación de la madre por su hijo impregna todas sus actividades. Le guste o
no, tiene que levantarse noche tras noche porque su niño llora y aprender a
controlar su propio agotamiento, enfado o frustración.
Sabemos que los
seres humanos no limitan su conducta altruista a aquellos que llevan sus genes.
El filósofo confuciano Mencio estaba convencido de que nadie carecía
completamente de simpatía por otras personas. Si vieses a una niña haciendo
equilibrios al borde de un pozo, te lanzarías a salvarla. Tu acción no estaría
inspirada por el egoísmo: no te pararías a pensar si la niña era pariente o no;
tu motivación no sería congraciarte con sus padres o lograr la admiración de
tus amigos. No hay tiempo para esos cálculos; simplemente sientes su grave
situación en tus entrañas. Habría algo desajustado en una persona que observara
sin “algo” de malestar que la niña
caía y moría. Hay neuronas que transmiten empatía y nos permiten, simplemente
contemplando su experiencia, sentir el dolor del otro como si fuera nuestro.
Todos los
sistemas religiosos han descubierto que es posible alimentar la compasión y
aprender a resistir el mecanismo «primero yo» del viejo cerebro reptiliano. Aprendemos
a correr para escapar de nuestros predadores, pero, a partir de estas
habilidades, desarrollamos el ballet y la gimnasia y después de años de
práctica, hombres y mujeres adquieren la capacidad de moverse con una gracia
sobrenatural, logrando hazañas físicas, que nadie sin entrenamiento podría
reproducir. Comenzamos utilizando el lenguaje para mejorar las comunicaciones y
ahora tenemos la poesía. De igual forma, los que se han preparado
insistentemente en el arte de la compasión manifiestan capacidades nuevas en el
corazón y la mente y descubren que, cuando se acercan a los demás, pueden vivir
con serenidad, amabilidad y creatividad el sufrimiento que les llega.
Los cuatro
instintos básicos, comer, luchar, huir y reproducirse son poderosos; pueden
anular todos nuestros esfuerzos por vivir más amable y racionalmente, pero
somos seres pensantes, con un neocórtex plenamente desarrollado, y tenemos
capacidad para responsabilizamos de ellos.¿Estamos dispuestos a sucumbir a
nuestro cerebro reptiliano viendo lo que puede suceder cuando triunfa el odio,
la indignación, la codicia o el deseo de venganza? La compasión redunda en
nuestro mayor provecho. Sin embargo, lograrla exigirá un inmenso esfuerzo de
mente y corazón. Gandhi dijo que el cambio que deseamos ver en el mundo debemos
hacerlo en nosotros mismos. No podemos esperar que los líderes de nuestras
naciones adopten políticas más humanas, si nosotros seguimos viviendo de manera
egoísta, cruel y ambiciosa. No podemos pedir que nuestros enemigos se vuelvan
menos violentos, si no hacemos ningún esfuerzo por transcender las «cuatro
efes» en nuestra vida. Tenemos una capacidad natural para la compasión, así
como para la crueldad. Podemos enfatizar aquellos aspectos de nuestras
tradiciones, religiosas o seculares, que hablan de odio, exclusión y sospecha,
o podemos trabajar con aquellos que subrayan la interdependencia y la igualdad
de todos los seres humanos. La elección es nuestra.
Adaptado por Alvaro
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