martes, 22 de mayo de 2018

Finde junio 2018: El Altruismo/ Texto 7


ALTRUISMO                        Karem Armstrom    
Se dice que la religión ha sido la causa de las guerras. En realidad, las causas son la codicia, la envidia y la ambición, pero para endulzar estas emociones se las rodea de retórica religiosa. Ha habido mucho abuso de la religión. Los terroristas han usado su fe para justificar atrocidades que violan los valores religiosos. En la Iglesia católica, papas y obispos han ignorado el sufrimiento de mujeres y niños y de los abusos sexuales.
Sin embargo, es difícil encontrar en la historia una época en se necesite de manera más
imperiosa la voz compasiva de la religión. Nuestro mundo está peligrosamente polarizado. Hay un preocupante desequilibrio de poder y riqueza, que ha ido alimentando la rabia, el malestar y la humillación hasta estallar en atrocidades terroristas. Se ha permitido que disputas seculares, como el conflicto árabe-israelí, se conviertan en «guerras santas», que una vez sacralizadas, se endurecen. Pero hoy estamos más estrechamente unidos que nunca. Lo que sucede en Gaza o Afganistán tendrá mañana repercusiones en Londres o Nueva York. Se ha vuelto necesario aplicar la “Regla de Oro”, que está en el núcleo de todas las tradiciones religiosas, éticas y espirituales, y nos exhorta a tratar siempre a los demás como nos gustaría que nos trataran a nosotros. La compasión nos impulsa a trabajar para aliviar el sufrimiento de todas las criaturas, destronar el centro de nuestro mundo y poner allí a los otros, respetando la santidad inviolable de cada ser humano, tratando a todo el mundo, sin excepción, con justicia, equidad y respeto. Actuar o hablar violentamente por despecho o interés particular, explotar o negar los derechos básicos de los demás —aunque sean nuestros enemigos— es negar nuestra humanidad común.
La primera persona en formular la Regla de Oro fue el sabio chino Confucio (siglo V a.C.). La compasión es inseparable de la humanidad, la persona verdaderamente humana está constantemente orientada hacia los demás y nos introduce en una experiencia transcendente, que va más allá del egotismo. Buda (siglo IV a.C.) estaría de acuerdo: afirmaba haber descubierto un reino de paz sagrada dentro de sí mismo, al que denominó nirvana («apagarse»), porque las pasiones, los deseos y el egoísmo, que hasta entonces le había esclavizado, se habían extinguido como una llama. Estas tradiciones coinciden en que la compasión es natural a los seres humanos y nos exhortan a dejar de lado nuestro ego con una consideración empática hacia los demás. Más tarde, las tres religiones monoteístas llegarían a conclusiones similares. Esto pone de manifiesto que todas las religiones, de manera independiente reflejan algo esencial en la estructura de la condición humana.
En efecto, la compasión es algo que reconocemos y admiramos y ha estado más o menos siempre presente en los seres humanos. Pero en muchos aspectos la compasión es extraña a nuestro estilo de vida moderno. La economía capitalista es competitiva e individualista, y nos incita a ponernos a nosotros mismos por delante de los demás. Cuando desarrolló su teoría de la evolución de las especies, Charles Darwin reveló una naturaleza que era «roja en dientes y garras»; el biólogo Herbert Spencer pensaba que, en vez de estar imbuidas del «amor» budista, todas las criaturas estaban empeñadas en una lucha brutal en la que sólo sobrevivían los más aptos. Los evolucionistas han considerado que el altruismo es problemático, pues va contra de la visión darwinista. Ahora, la ciencia como único criterio de verdad, afirma que nuestros genes son irremediablemente egoístas. Estamos programados para perseguir nuestros propios intereses, cueste lo que cueste. El altruismo sería una ilusión, un sueño piadoso, “no natural”. El “altruismo” es sólo aparente. «El "altruista" espera reciprocidad para sí y sus parientes. Su buena conducta es calculadora. Este «altruismo de corazón blando» se caracteriza por «la mentira, la simulación y el engaño, pues el actor más convincente es el que cree que su representación es real».
Sin duda, en lo profundo de su mente, los humanos son despiadadamente egoístas. Este egotismo está enraizado en el «cerebro antiguo», que nos fue legado por los reptiles, queriendo salir del limo primordial hace quinientos millones de años. Estas criaturas, absortas en su supervivencia, estaban motivadas por mecanismos, que los neurocientíficos han denominado las «cuatro efes»: comer, luchar, huir y reproducirse. Estos instintos se plasmaron en sistemas de actuación rápida, alertándoles a competir despiadadamente por el alimento, a protegerse de cualquier amenaza, a dominar su territorio, a buscar refugio y a perpetuar sus genes. Nuestros antepasados reptilianos solo estaban interesados en el poder, el control, el territorio, el sexo y la supervivencia.
El Homo sapiens heredó estos sistemas neurológicos, situados en el hipotálamo y gracias a ellos, sobrevive nuestra especie. Las emociones que engendran son fuertes, automáticas y centradas en uno mismo. Sin embargo, durante milenios, los seres humanos desarrollaron también un «nuevo cerebro», el neocórtex, sede del razonamiento, que nos permite reflexionar sobre el mundo y sobre nosotros mismos y superar las pasiones instintivas primitivas. Pero las «cuatro efes» siguen informando nuestra actividad. Seguimos programados para adquirir más bienes, para responder a cualquier amenaza, para luchar sin misericordia por la propia supervivencia.
Y, sin embargo, los seres humanos continúan promoviendo una empatía desinteresada. Augusto Comte, fundador del positivismo y que acuñó el término «altruismo», no veía ninguna incompatibilidad entre la compasión y la era científica. Aunque había vivido durante un período espantoso de revolución en Europa, esperaba confiadamente el amanecer de un orden social ilustrado, en el que la cooperación entre las personas no se basara en la coerción, sino en “su tendencia innata al amor universal. Ningún cálculo de interés propio puede rivalizar con este instinto social. Cierto que las emociones benévolas tienen muchas veces menos energía que las egoístas. Pero tienen una cualidad hermosa: la vida social no sólo permite su crecimiento, sino que lo estimula en una medida casi ilimitada.
Nuestro neocórtex nos ha hecho criaturas en busca de sentido, conscientes de la perplejidad y la tragedia de nuestra difícil situación, y, si no descubrimos algún significado último, caemos en la desesperación. En el arte, como en la religión, encontramos un medio de liberar y estimular la «flexibilidad» que nos mueven hacia el “otro”; el arte y la religión nos impulsan a un nuevo espacio dentro de nosotros, donde encontramos una cierta serenidad.
Desde el principio, el arte y la religión estuvieron aliados. Las pinturas rupestres del Paleolítico, tenían una función ritual. Estas pinturas siguen sobrecogiendo a quienes las contemplan. La visión que las inspiraron son similar a la espiritualidad de las comunidades indígenas cazadoras." A estas tribus les inquieta que su vida dependa de la muerte de los animales, que consideran amigos y protectores, y alivian su inquietud con rituales de empatía. En el desierto Kalahari, los bosquimanos permanecen con su víctima, gritando cuando la víctima grita, participando en su agonía.
Antropólogos y neurocientíficos han investigado estas emociones «benévolas» en el cerebro animal y humano, que han hecho más flexibles nuestros patrones de pensamiento, más creativos y más inteligentes. La aparición de los mamíferos de sangre caliente llevó a un cerebro que pudiera preocuparse por los otros y así ayudar a la supervivencia de sus crías. Al principio, este cuidado era rudimentario y automático; pero, con el paso de los milenios, los mamíferos empezaron a construir cobijos para sus hijos y a enseñarles comportamientos que aseguraran su salud y desarrollo. Por primera vez, los seres sensibles desarrollaban la capacidad de proteger, cuidar y alimentar a una criatura distinta a ellos mismos. Durante millones de años, esta estrategia demostró tener gran éxito y llevó a la evolución de sistemas cerebrales aún más complejos. El afecto de los padres que aseguraba la supervivencia de la especie, ayudaba a los jóvenes a desarrollarse y les enseñó a entablar otras alianzas y amistades, que luego fueron muy útiles en la lucha por la supervivencia. Es decir, se desarrolló gradualmente la capacidad del altruismo."
Cuando los animales no están protegiéndose de las amenazas, ni se están absortos en la búsqueda de alimento, se relajan y están contentos. Entra en funcionamiento un sistema “relajante”, equilibrando las respuestas a las amenazas y al hambre. Disfrutan de tiempo libre con la consiguiente recuperación de energías. Se pensaba que esta relajación era solo el resultado de que los impulsos más agresivos se habían diluido, pero se ha descubierto, que en los mamíferos y en los seres humanos, la relajación física va también acompañada de profundos sentimientos positivos de paz, seguridad y bienestar. Producidas inicialmente por la actitud «blanda» maternal, estas emociones son activadas por hormonas, como la oxitocina, que induce un sentimiento de cercanía a los otros. Cuando los humanos entran en este estado pacífico, se liberan de la inquietud y pueden pensar más claramente y tener nuevas ideas. Cuando adquirieron estas nuevas habilidades y dispusieron de más tiempo libre, algunos trataron de reproducir esta serenidad con actividades y ritos.
El cariño maternal fue el origen de nuestra capacidad para el altruismo. Los humanos, dependemos más radicalmente del amor que cualquier otra especie. Nuestros cerebros se han desarrollado para ofrecer y necesitar cuidados y resultan dañados si les falta este alimento. El amor de la madre tiene una base hormonal fuerte, pero requiere también una acción desinteresada «todo el día y todos los días». La preocupación de la madre por su hijo impregna todas sus actividades. Le guste o no, tiene que levantarse noche tras noche porque su niño llora y aprender a controlar su propio agotamiento, enfado o frustración.
Sabemos que los seres humanos no limitan su conducta altruista a aquellos que llevan sus genes. El filósofo confuciano Mencio estaba convencido de que nadie carecía completamente de simpatía por otras personas. Si vieses a una niña haciendo equilibrios al borde de un pozo, te lanzarías a salvarla. Tu acción no estaría inspirada por el egoísmo: no te pararías a pensar si la niña era pariente o no; tu motivación no sería congraciarte con sus padres o lograr la admiración de tus amigos. No hay tiempo para esos cálculos; simplemente sientes su grave situación en tus entrañas. Habría algo desajustado en una persona que observara sin “algo” de malestar que la niña caía y moría. Hay neuronas que transmiten empatía y nos permiten, simplemente contemplando su experiencia, sentir el dolor del otro como si fuera nuestro.
Todos los sistemas religiosos han descubierto que es posible alimentar la compasión y aprender a resistir el mecanismo «primero yo» del viejo cerebro reptiliano. Aprendemos a correr para escapar de nuestros predadores, pero, a partir de estas habilidades, desarrollamos el ballet y la gimnasia y después de años de práctica, hombres y mujeres adquieren la capacidad de moverse con una gracia sobrenatural, logrando hazañas físicas, que nadie sin entrenamiento podría reproducir. Comenzamos utilizando el lenguaje para mejorar las comunicaciones y ahora tenemos la poesía. De igual forma, los que se han preparado insistentemente en el arte de la compasión manifiestan capacidades nuevas en el corazón y la mente y descubren que, cuando se acercan a los demás, pueden vivir con serenidad, amabilidad y creatividad el sufrimiento que les llega.
Los cuatro instintos básicos, comer, luchar, huir y reproducirse son poderosos; pueden anular todos nuestros esfuerzos por vivir más amable y racionalmente, pero somos seres pensantes, con un neocórtex plenamente desarrollado, y tenemos capacidad para responsabilizamos de ellos.¿Estamos dispuestos a sucumbir a nuestro cerebro reptiliano viendo lo que puede suceder cuando triunfa el odio, la indignación, la codicia o el deseo de venganza? La compasión redunda en nuestro mayor provecho. Sin embargo, lograrla exigirá un inmenso esfuerzo de mente y corazón. Gandhi dijo que el cambio que deseamos ver en el mundo debemos hacerlo en nosotros mismos. No podemos esperar que los líderes de nuestras naciones adopten políticas más humanas, si nosotros seguimos viviendo de manera egoísta, cruel y ambiciosa. No podemos pedir que nuestros enemigos se vuelvan menos violentos, si no hacemos ningún esfuerzo por transcender las «cuatro efes» en nuestra vida. Tenemos una capacidad natural para la compasión, así como para la crueldad. Podemos enfatizar aquellos aspectos de nuestras tradiciones, religiosas o seculares, que hablan de odio, exclusión y sospecha, o podemos trabajar con aquellos que subrayan la interdependencia y la igualdad de todos los seres humanos. La elección es nuestra.
Adaptado por Alvaro

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