Excelencia
del amor y la amistad
El gran
antropólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin afirma de modo elocuente: “el
amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías
cósmicas”. El hombre no perecerá por falta de energéticos, sino por falta de
amor. En efecto, el amor y la amistad son realidades necesarias para hacer un
mundo más humano. Sin embargo, ambas virtudes se encuentran muy ausentes en
nuestro ámbito. Es importante restaurar estas cualidades casi muertas, para
humanizar nuestra sociedad.
En la vida es
clave y decisivo el arte de amar, el cual podríamos sintetizar como el arte de
las artes, en seis rasgos: en primer lugar, el amor es aprobación radical,
regocijada admiración por la existencia de quien se ama, que se plasma en la
gozosa exclamación, “es hermoso que existas…”. En segundo lugar, el amor es
activo: quiere y procura el bien del amado, se traduce en obras, y contribuye
en su felicidad. En el himno del amor de Pablo de Tarso (1ª. Cor. 15) este se
plasma en 15 verbos, formas activas de las expresiones del amor.
El poder del
amor se esfuerza en librar a los que se ama de todo tipo de sufrimiento y de
mal: físico, psicológico, espiritual. El amor se afana en transformar lo
desfigurado, en convertir en hermoso lo deforme. El amor no sólo salva y transforma
lo que existe, sino que engendra y crea lo que aún no existe. La procreación
humana es el modelo de este maravilloso poder que se extiende más allá de lo
biológico, a lo psíquico y a lo espiritual. El amor es presencia activa y
profunda, no sólo “estar con el amado”: enfrente de, junto a, o al lado de,
sino ser con él, en comunicación y comunión. Finalmente, el amor anhela ser
eternamente fiel, quiere crecer con el amado, aun en medio de sus crisis
fomentar una fidelidad dinámica y creadora. El amor nos abre al horizonte de la
trascendencia, como lo expresa magníficamente la frase de Gabriel Marcel, “amar
a otro es decirle, tú no morirás”.
Los tesoros
del corazón humano superan el esplendor del cosmos. En la Biblia toda la Ley y
los Profetas se resumen en el imperativo “amarás…” El que ama acompaña al amigo
en los tragos amargos y no se aparta de él en la adversidad (Amicus certus
in re incerta cernitur, Cicerón). En suma, el amor se manifiesta por la
presencia, la identificación y el sacrificio, llega hasta lo íntimo del ser, en
sentido figurado hiere y traspasa el corazón.
A diferencia
del amor, la amistad conlleva reciprocidad: la dialéctica del dar y recibir. La amistad purifica
de los sentimientos malintencionados, ennoblece el alma, ensancha el horizonte
para encontrar detalles delicados para bien del amigo. La amistad transforma la
vida al impulsarnos a la superación, proporciona una transfusión del espíritu
superior a la de la sangre, cicatriza las heridas, redobla el gozo cuando se
comparte y disminuye a la mitad las penas. En algunos casos impulsa a la cumbre
del heroísmo como fue la gran amistad entre Damón y Pitias, que pusieron en
juego su vida y llenaron de asombro a Dionisio el tirano de Siracusa: “no hay
mayor amor que el que da su vida por sus amigos”. (Jo 15,13).
La amistad
es un tesoro superior al de los metales más preciosos, es bálsamo de la vida y
preludio de la inmortalidad. La amistad es algo maravilloso, proporciona
beneficios inapreciables, conlleva el gozo de la felicidad que desafía, con el
recuerdo (llevar al corazón) al tiempo y al espacio, como decía Tucídides
(ktema eis aei) es un logro de la eternidad.
La amistad
nace de afinidades misteriosas que a menudo sólo el inconsciente conoce. La
verdadera amistad nos impulsa a una mayor comprensión de otras personas, lo
cual nos lleva a hacer una breve consideración sobre la “civilización del
amor”. Así lo expone el Papa Francisco en su concepción sobre la ecología
integral, que consiste en el cuidado de la casa común, en la cual, en el centro
está el hombre. En otras palabras, no podrá haber una ecología integral si no
se cultiva la civilización del amor. Desde diversas denominaciones religiosas
han impulsado esta civilización, sólo por nombrar a algunos: Mahatma Gandhi, en
la independencia de la India; Martin Luther King, Jr., en la defensa de los
derechos humanos; el Dr. Schweitzer, en su consagración a los leprosos y Teresa
de Calcuta en su dedicación a los más pobres de los pobres. Aunque sea con un
granito de arena, debemos cuestionarnos sobre lo que podemos hacer nosotros
para cultivar la civilización del amor.
El gran
antropólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin afirma de modo elocuente: “el
amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías
cósmicas”. El hombre no perecerá por falta de energéticos, sino por falta de
amor. En efecto, el amor y la amistad son realidades necesarias para hacer un
mundo más humano. Sin embargo, ambas virtudes se encuentran muy ausentes en
nuestro ámbito. Es importante restaurar estas cualidades casi muertas, para
humanizar nuestra sociedad.
Víctor
Manuel Pérez Valera
(Revista El
Financiero)
El gran
antropólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin afirma de modo elocuente: “el
amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías
cósmicas”. El hombre no perecerá por falta de energéticos, sino por falta de
amor. En efecto, el amor y la amistad son realidades necesarias para hacer un
mundo más humano. Sin embargo, ambas virtudes se encuentran muy ausentes en
nuestro ámbito. Es importante restaurar estas cualidades casi muertas, para
humanizar nuestra sociedad.
En la vida es
clave y decisivo el arte de amar, el cual podríamos sintetizar como el arte de
las artes, en seis rasgos: en primer lugar, el amor es aprobación radical,
regocijada admiración por la existencia de quien se ama, que se plasma en la
gozosa exclamación, “es hermoso que existas…”. En segundo lugar, el amor es
activo: quiere y procura el bien del amado, se traduce en obras, y contribuye
en su felicidad. En el himno del amor de Pablo de Tarso (1ª. Cor. 15) este se
plasma en 15 verbos, formas activas de las expresiones del amor.
El poder del
amor se esfuerza en librar a los que se ama de todo tipo de sufrimiento y de
mal: físico, psicológico, espiritual. El amor se afana en transformar lo
desfigurado, en convertir en hermoso lo deforme. El amor no sólo salva y transforma
lo que existe, sino que engendra y crea lo que aún no existe. La procreación
humana es el modelo de este maravilloso poder que se extiende más allá de lo
biológico, a lo psíquico y a lo espiritual. El amor es presencia activa y
profunda, no sólo “estar con el amado”: enfrente de, junto a, o al lado de,
sino ser con él, en comunicación y comunión. Finalmente, el amor anhela ser
eternamente fiel, quiere crecer con el amado, aun en medio de sus crisis
fomentar una fidelidad dinámica y creadora. El amor nos abre al horizonte de la
trascendencia, como lo expresa magníficamente la frase de Gabriel Marcel, “amar
a otro es decirle, tú no morirás”.
Los tesoros
del corazón humano superan el esplendor del cosmos. En la Biblia toda la Ley y
los Profetas se resumen en el imperativo “amarás…” El que ama acompaña al amigo
en los tragos amargos y no se aparta de él en la adversidad (Amicus certus
in re incerta cernitur, Cicerón). En suma, el amor se manifiesta por la
presencia, la identificación y el sacrificio, llega hasta lo íntimo del ser, en
sentido figurado hiere y traspasa el corazón.
A diferencia
del amor, la amistad conlleva reciprocidad: la dialéctica del dar y recibir. La amistad purifica
de los sentimientos malintencionados, ennoblece el alma, ensancha el horizonte
para encontrar detalles delicados para bien del amigo. La amistad transforma la
vida al impulsarnos a la superación, proporciona una transfusión del espíritu
superior a la de la sangre, cicatriza las heridas, redobla el gozo cuando se
comparte y disminuye a la mitad las penas. En algunos casos impulsa a la cumbre
del heroísmo como fue la gran amistad entre Damón y Pitias, que pusieron en
juego su vida y llenaron de asombro a Dionisio el tirano de Siracusa: “no hay
mayor amor que el que da su vida por sus amigos”. (Jo 15,13).
La amistad
es un tesoro superior al de los metales más preciosos, es bálsamo de la vida y
preludio de la inmortalidad. La amistad es algo maravilloso, proporciona
beneficios inapreciables, conlleva el gozo de la felicidad que desafía, con el
recuerdo (llevar al corazón) al tiempo y al espacio, como decía Tucídides
(ktema eis aei) es un logro de la eternidad.
La amistad
nace de afinidades misteriosas que a menudo sólo el inconsciente conoce. La
verdadera amistad nos impulsa a una mayor comprensión de otras personas, lo
cual nos lleva a hacer una breve consideración sobre la “civilización del
amor”. Así lo expone el Papa Francisco en su concepción sobre la ecología
integral, que consiste en el cuidado de la casa común, en la cual, en el centro
está el hombre. En otras palabras, no podrá haber una ecología integral si no
se cultiva la civilización del amor. Desde diversas denominaciones religiosas
han impulsado esta civilización, sólo por nombrar a algunos: Mahatma Gandhi, en
la independencia de la India; Martin Luther King, Jr., en la defensa de los
derechos humanos; el Dr. Schweitzer, en su consagración a los leprosos y Teresa
de Calcuta en su dedicación a los más pobres de los pobres. Aunque sea con un
granito de arena, debemos cuestionarnos sobre lo que podemos hacer nosotros
para cultivar la civilización del amor.
El gran
antropólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin afirma de modo elocuente: “el
amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías
cósmicas”. El hombre no perecerá por falta de energéticos, sino por falta de
amor. En efecto, el amor y la amistad son realidades necesarias para hacer un
mundo más humano. Sin embargo, ambas virtudes se encuentran muy ausentes en
nuestro ámbito. Es importante restaurar estas cualidades casi muertas, para
humanizar nuestra sociedad.
Víctor
Manuel Pérez Valera
(Revista El
Financiero)
No hay comentarios:
Publicar un comentario