¿Qué nueva
espiritualidad promover?: la autoconciencia,
lo autoconciencial
José María VIGIL
La pregunta central con la que hemos sido convocados a este
Encuentro de Investigación Internacional reza así:
«¿Cómo promover el cultivo de lo que nuestros antepasados
llamaron “espiritualidad” en las generaciones jóvenes? Un cultivo que tendrá
que presentarse y vivirse sin creencias, sin religiones, sin dioses que sean
tomados como entidades reales, sino como puros símbolos.
Quiero elaborar mi respuesta centrándola en la parte más
nuclear de la pregunta, no tanto en el cómo promover, ni en el cuál
espiritualidad promover, cuanto en el qué (quid) promover, o sea, centrarla en
qué sería eso que buscamos promovemos, eso que desde hace unos pocos milenios
hemos estado llamando tradicionalmente «espiritualidad»,
y cómo lo podremos
entender y expresar en la nueva sociedad en la que estamos entrando. Sostengo
que –aunque seamos cristianos– lo que llamamos espiritualidad no es un plus que
los humanos hemos recibido por Jesucristo, o por la «revelación» divina
(judeocristiana, expresada en la Biblia), ni tampoco como herencia de los
griegos (tres milenios en total), sino algo que nos viene constituyendo desde
que somos homo et mulier sapientes, es decir, hace unos 200.000 años en nuestro
caso; otras especies del mismo género homo
probablemente han tenido esa misma calidad, no en concepto de plus, sino
como algo constituyente.
PRENOTANDOS
Para comenzar quiero
evocar el realismo sincero de Robert Crawford, que reconoce sin empacho que
todavía no hay, o no hemos alcanzado, un concepto claro de «religión». Tenemos
una infinidad de conceptos de religión; casi podríamos decir que tot sententiae
quot capita (tantas opiniones como cabezas), o que,
sencillamente, «cada maestrillo tiene su librillo». Muchos de nosotros podemos
decir que, en nuestra propia experiencia personal más cercana, no tenemos con
quién compartir plenamente ese concepto sin distinciones ni matices. ¿Por qué
será que, en este tipo de conceptos como espiritualidad, religión,
religiosidad...somos todos tan dados tener nuestro propio criterio personal,
casi estrictamente individual, a pesar de que se trata de realidades
precisamente tan universales? ¿Cómo es posible que nos cueste tanto identificar
y describir una realidad que nos constituye y de la que podemos dar un
testimonio vivencial y directo? Probablemente se deba a que «cada uno habla de
la feria como le va en ella», porque dichas realidades son, a la vez que
universales, sumamente experienciales y personales. Esta diversidad de maneras
de entender tales conceptos, no sólo se da en un momento de la historia, es
decir, sincrónicamente, sino también diacrónicamente, a lo largo de los
tiempos. Sería interesante, y muy útil, hacer el ejercicio de evocar las sucesivas
maneras de entender la religión y la espiritualidad a lo largo de la historia,
incluso aunque fuera limitándonos a una sola religión o confesión religiosa:
muchas personas parecen pensar, ingenuamente, que la espiritualidad cristiana,
por ejemplo, haya sido en todas partes, y siempre, una, la misma, permanente,
invariable al menos en su núcleo... Los estudios históricos muestran, hasta la
saciedad, cómo la espiritualidad cristiana –tan reciente como es– ha variado de
mil maneras significativas, en función de los contextos sociales, ideas
filosóficas, los maestros, corrientes espirituales vecinas... y también de sus
intereses y conflictos de poder... Conscientemente, en este estudio, no
queremos partir –si realmente ello es posible– de ninguna escuela ni maestro, incluso de ninguna
religión. De entrada, por opción metodológica, situamos nuestro
pensamiento fuera de la religión institucional. Nos situaremos en el atalaya de
la Macrohistoria, en el ágora de la sociedad laica actual, la sociedad del conocimiento
libre, que no acepta de entrada ninguna creencia, revelación, dogma ni
«argumento de autoridad» que dificulte o impida la búsqueda libre y creativa de
la verdad. Queremos hablar desde la mera humanidad laica, con las herramientas
del sentido común y con el patrimonio del conocimiento común, evitando
expresamente vocablos y conceptos religiosamente contaminados, por más que
hayan sido «consagrados» por el uso. Tiene que ser posible encontrar otro
lenguaje, y hacer «propuestas desde otros presupuestos».
I.-RECONCEPTUACIÓN DE RELIGIÓN Y ESPIRITUALIDAD COMO
AUTOCONCIENCIA
Preguntándonos cómo
presentar al ser humano de hoy y de mañana aquello que «nuestros antepasados»
–y nuestra propia tradición– llamaron religión,espiritualidad... decimos que lo
habremos de hacer efectivamente desde presupuestos nuevos, y por eso mismo con
palabras nuevas, no contaminadas, que no incluyan, desapercibidamente los
viejos presupuestos. Por ejemplo: religión y espiritualidad . La primera,
religión, es quizá la palabra más polisémica de las usadas en el campo
semántico de lo religioso. Hoy consideramos «religiosas» también a las personas
ateas... o incluso a las explícitamente «no afiliadas». El concepto ha perdido
los límites claros que hasta hace bien poco lo definían. La segunda,
espiritualidad, lleva en su propia etimología el ADN del dualismo
materia/espíritu, del sobre-naturalismo por tanto, de la inmaterialidad o la
negación de lo corporal, ... y todo lo que se le fue adhiriendo desde diversas
corrientes filosóficas igualmente dualistas. Tal vez necesitaríamos declarar
una moratoria sobre el uso de estas dos palabras, y en general, sobre todo el
vocabulario y el bagaje conceptual tradicional en esta materia.
Un lenguaje nuevo
Quisiera romper una lanza en favor de esta voluntad de
utilizar un lenguaje totalmente laico, y de reconceptualizar la religión y la
espiritualidad antropológicamente, es decir, desde el propio concepto de
humanidad. Lo que tradicionalmente hemos llamado con esas palabras «sagradas»
(separadas, exclusivas), no es sino la propia humanidad, la dimensión más
interior y profunda del ser humano. Lo hemos dicho en otras ocasiones:
«Humanizar la humanidad», ése es el ser y el quehacer de la religión. No es que
seamos humanos que, además, son religiosos o espirituales: en realidad somos
simplemente humanos, y ahí está comprendido todo. Lo religioso y/o espiritual
en nosotros no es nada añadido, claramente diferenciado, ni mucho menos
separado: es nuestra misma interioridad profunda, lo más hondo de nuestra
humanidad. (¿Qué importa aquí, en nuestro concepto, una religión u otra, o
ninguna? Estamos más allá, o quizá mejor, más abajo, más adentro...).
Autoconsciencia
¿Y qué es esa interioridad más profunda del ser humano,
considerado lo más propio y específico suyo, lo que le hace ser lo que es y le
constituye? Desde la visión actual de las diferentes ciencias, creo que hoy día
hay acuerdo, y la respuesta apunta a la «autoconsciencia». Lo más fundamental y
específico del ser humano es su autoconsciencia, el hecho peculiar de ser
autoconsciente. Atención: no estamos echando mano de la filosofía, ni mucho
menos introduciéndonos en la metafísica. Al hablar de autoconsciencia no
estamos apelando a la presencia en el ser humano de un espíritu o alguna
identidad semejante contrapuesta al cuerpo... Ni estamos refiriéndonos a una
participación del ser humano en un orden superior no natural, sobrenatural...;
no necesitamos apelar a esos supuestos para entender lo que la ciencia presenta
hoy como la «autocosciencia» del ser humano, no apelamos a una supuesta
espiritualidad no natural. Mucho menos, que nadie lea esta autoconciencia de la
que aquí hablamos como un trasunto del espiritualismo ni del idealismo, ni de
la Autoconciencia Absoluta o del Espíritu Absoluto hegeliano... Nosotros nos
mantenemos estrictamente en el campo del conocimiento científico,
interdisciplinar, no filosófico ni metafísico, refiriéndonos a la
autoconsciencia que la ciencia actual atribuye al ser humano como un propio
esencial, y que la biología moderna considera una «emergencia» de la Vida en su
proceso evolutivo.
Nos referimos pues a la autoconsciencia del ser humano, con
todo «lo autoconsciencial» que la acompaña, es decir, todos los dinamismos
incontables que incluye, dispara, alimenta, soporta, goza...; como el amor
universal (el Eros que muchas mitologías supusieron-intuyeron como primer motor
del mundo...); como la atracción universal de los cuerpos cósmicos...; el amor
incontenible a la libertad, a la emancipación, a la realización personal y
social; la creatividad (la necesidad de idealizar la realidad, incluida nuestra
propia realidad); la potencia de la Vida (el elan vital, Bergson) y su recreación constante (la
autopoiesis, característica de toda la Vida); la curiosidad y la admiración (que
Aristóteles afirmaba ser el principio de la filosofía); la nostalgia infinita
en las cavernas del corazón; la fruición de la belleza, la búsqueda del bien...
la «vida interior» buscada, cultivada, sufrida o gozada en la interioridad...
Todo este conjunto (que nadie podría elencar ni describir adecuadamente) es el
ámbito de la autoconsciencia, en el que podemos ubicar todas las actividades,
sentimientos, dimensiones, experiencias... que la tradición identificó con
nombres concretos (y parciales) como religión y espiritualidad. El ámbito y la
palabra mayor para toda esa realidad es la autoconsciencia humana.
Nuevos significantes
para significados más amplios y hondos
Por ello, si ya no tenemos confusión respecto al nuevo
contenido del significado al que queremos referirnos, hagamos la experiencia de
cambiar el significante; no echemos mano ya de nombres ni conceptos
tradicionales, de cuya problematicidad estamos tratando precisamente de
librarnos. No utilicemos las palabras religiosas tradicionales ya «consagradas».
Para referirnos a lo que la ciencia conoce naturalmente como la
autoconsciencia, o lo autoconsciencial, echemos mano más bien de palabras bien
llanas y laicas, de sentido directo, desprovistas de metáfora –siempre que sea
posible–. Por ejemplo: «interioridad», «vida interior», «profundidad»...
podrían ser unos excelentes nuevos significantes para referirnos desde un nuevo
horizonte epistemológico, descontaminado, a aquello a lo que nuestros ancestros
se referían con palabras como espiritualidad, religión, religiosidad...
Efectivamente, creemos que, interdisciplinarmente, puede
reconocerse como universalmente aceptado y fuera de discusión, que la
peculiaridad y la potencia de la autoconsciencia del ser humano, es la cualidad
y el motor principal de las vivencias y experiencias profundas (personales y
colectivas) de los humanos; de sus esperanzas, sus búsquedas de explicación y
de sentido, sus angustias, su imaginación, sus preguntas profundas y sus
intentos de respuesta, su creatividad, sus relatos, sus mitos, sus experiencias
de sentido y de transcendencia... en una palabra, su vida interior, o el
interior más hondo de su vida, lo que la mueve, lo que la inspira, su
inspiración, o su inspiratividad... o sea, lo que nuestros ancestros solieron
denominar con palabras como espiritualidad, religión, religiosidad, pero
enmarcado y contextualizado ahora todo en una perspectiva natural, científica,
laica y holística, que no contradice aquella visión, sino que simplemente la
ahonda, la despatrimonializa y la universaliza, abriéndola a una nueva etapa,
tal vez un nuevo grado o estadio de autoconsciencia de nuestra especie.
Fe, oración, meditación, reflexión, conciencia moral, examen
de conciencia, liturgias, celebraciones, ritos, búsqueda de experiencias místicas
contemplativas, unitivas, inefables... o de «estados modificados de
conciencia»... han constituido tradicionalmente paquetes específicos de
acciones o experiencias llamadas religiosas y espirituales. Desde esta visión
más amplia a partir de la autoconciencia, vemos que esas acciones y
experiencias pueden ser muchas más, muchas de ellas laicas, o simplemente
humanas, profundamente humanas, que nunca antes fueron consideradas
«espiritualidad». Nosotros podríamos utilizar también esta palabra, este viejo
significante, pero sólo siendo conscientes de que le cambiamos de significado,
en cuanto que lo trasponemos hacia un ámbito más amplio y más profundo, más
básico, más ‘humanamente primero’: el de la autoconciencia. Lo que siempre
hemos llamado espiritualidad, hoy sabemos y caemos en la cuenta de que es en
realidad una designación reducida y parcial de la misma autoconsciencia del ser
humano.
Cantidad/calidad
Siendo en sí misma, como cualidad humana, algo
incuantificable, la autoconsciencia del ser humano puede desarrollar en la
práctica realizaciones humanas de mayor o de menor calidad. Obviamente, si las
necesidades básicas (consecución de alimento, búsqueda de refugio, autodefensa
frente a los depredadores, vestido...) acaparan todas las energías y los tiempos
del ser humano, la proyección creativa de su autoconciencia no alcanzará
desarrollos valiosos, pudiendo incluso quedar atrofiada. En la medida en que se
vaya liberando de la servidumbre de la atención a sus necesidades elementales,
podrá atender más profunda y creativamente a la elaboración de sus respuestas
de sentido, a sus exploraciones explicativas respecto del mundo que lo rodea, a
la introspección de sí mismo, a la fruición de sus experiencias inefables,
reflexión, argumentación, creación de belleza, finura interior, sentido
moral... Ya sabemos: las «religiones» son realidades recientes, de hace no más
de 4500 años. La autoconsciencia nos acompaña no sabemos desde cuándo,
probablemente «desde siempre», es decir, desde antes de la aparición de nuestra
especie (las otras especies del género homo
de las que procedemos ya tenían autoconsciencia, que es algo
originariamente humano, propio del género homo, no exclusivo de la especie
sapiens).
Las religiones podrían desaparecer, pero la autoconsciencia
continuará su marcha evolutiva, inexorablemente, con la evolución de la Vida
misma. Y ahí está toda nuestra historia para demostrarlo: desde la noche de los
tiempos, desde la aurora de la autoconsciencia, siempre hemos estado dotados de
autoconsciencia, esa nube conciencial creciente, evolutiva, esa especie de
biosfera antrópica, noosfera a la vez interior y exterior que nos ha mantenido
en comunicación, y nos ha llevado a agruparnos en clanes, en tribus,
comunidades, aldeas, ciudades, Estados, civilizaciones, culturas, religiones...
En cada época y período histórico, nuestra autoconciencia ha tenido unas u
otras características, ha producido diferentes y super-diversas creaciones,
explicaciones, sentidos, mitos, creencias... en una enorme biodiversidad también
en el ámbito autoconciencial, en nuestra interioridad compartida, y en nuestra
interioridad más íntimatambién en el ámbito autoconciencial, en nuestra
interioridad compartida, y en nuestra interioridad más íntima.
Grecia pagana y
«religiosa»
Tradicionalmente la cultura de Occidente reconoce sus
orígenes en Grecia, ese milenio largo de la Filosofía Antigua que solemos decir
que comenzó con los primeros pensadores de Mileto. Es interesante llamar la
atención sobre cómo estudios relativamente recientes insisten en el carácter
autoconciencial –«religioso» dicen ellos– de la mayor parte de la llamada
Filosofía Antigua, sobre todo en sus últimos siglos. Con nuestra visión
ilustrada y analítica hemos mirado la Filosofía de la Antigüedad como una
disciplina, un saber especulativo, en un plano teórico abstracto separado de la
vida... cuando desde el principio, y de manera creciente, la Filosofía Antigua
fue ante todo una respuesta a lo más íntimo de la vida humana, a
la autoconsciencia y sus requerimientos, a la pregunta por el sentido, a la
angustia de la soledad en medio del cosmos, a la pregunta por nuestra identidad
humana, por el sentido de nuestra existencia, por la resolución de las
intuiciones de la conciencia moral, la búsqueda de la paz interior... La Filosofía
Antigua, uno de los fundamentos más ciertos de la herencia cultural Occidental,
es la eclosión autoconciencial («religiosa») más brillante de este hemisferio
cultural humano.
Reconceptualizar
Creemos que reconceptualizar la religión y la espiritualidad
a partir de una realidad tan llana, laica y profundamente humana como es la
autoconsciencia del ser humano, es un paso necesario para replantear la
reflexión sobre estas realidades tan sutiles y tan reacias a dejarse enmarcar
en esquemas y categorías. Creemos que esta reconceptualización está ya en
curso, hace tiempo, en los muchos autores y grupos que se esfuerzan –nos
esforzamos– por recrear el lenguaje, renovar los significantes, y profundizar
los significados.
Más, al adoptar esta perspectiva laica, antropológica,
des-religiosizada, autoconsciencial... me parece que hemos dado una respuesta a
la pregunta planteada, la del qué [quid ] promover, no (cuál) [qualis]
espiritualidad promover, ni cómo [quomodo] promoverla. Desde esta posición,
digo, es claro que ya no se trata tanto de promover lo que se llamaba
espiritualidad, ni lo que se llamaba religión, sino la autoconsciencia plena
del ser humano actual, en toda su amplitud y biodiversidad religiosa. Creemos
que de cara a la sociedad futura, sociedad del conocimiento, sociedad
emancipada o de cualquier otra forma que la llamemos, estos nuevos presupuestos
son mejores para ayudar a los hombres y mujeres de hoy, que aquellos otros que
nosotros heredamos hace unas décadas, en torno a «religión y espiritualidad»,
como nuestros ancestros lo llamaron.
De lo dicho emergen algunas intuiciones claras sobre cómo
deberá ser presentada esta autoconsciencialidad en el futuro, o ya desde ahora.
Desglosemos estas intuiciones.
II.-RASGOS DE LA
AUTOCONSCIENCIALIDAD EMERGENTE POR VÍA NEGATIVA PRIMERO
Elenquemos
concisamente los principales rasgos de la tradicional autoconciencia que «ya
no» van a ser practicables a la altura de la evolución actual de la humanidad.
• La mayor parte de lo que ha sido la
Espiritualidad-Religiosidad en el pasado, lo hemos articulado y manejado
principalmente con creencias míticas como la forma que mejor se prestaba para
expresar nuestra intuición del Misterio y para vehicular su trasmisión. En esta
nueva época, más respetuosa con una autoconsciencia ya epistemológicamente más
desarrollada, no va a ser posible fundamentar ni articular lo religioso sobre
creencias ni mitos. A estas alturas del desarrollo humano, la epistemología
mítica ha dejado de ser un camino transitable para el hombre y la mujer de la
sociedad del conocimiento. Por otra parte, la interioridad del ser humano culto
y cultivado va a ser perfectamente posible sin mitos ni creencias. Las
religiones actuales no deberían esforzarse tanto por salvar sus mitos, sus
creencias ni sus credos, cuanto por salvarse a sí mismas de esa compañía que
fue inevitable, pero que actualmente está perdiendo por goleada ante una
epistemología científica cada vez más extendida. No se trata ya pues de salvar
los mitos religiosos clásicos, ni de seguir centrados en ellos (piénsese por
ejemplo en la liturgia católica, que sigue permanentemente centrada en textos
de hace dos mil y tres mil años...).
• En los últimos milenios (tal vez desde el VII ac) el
modelo teísta ha ocupado prácticamente toda el área autoconciencial, hasta el
punto de que theos ha sido considerado
como la piedra «clave de la bóveda» de la comprensión humana, y creer en dios
ha sido popularmente la cuestión capital («creer o no creer en Dios, ésa era la
cuestión». Parece plausible pensar que una característica dominante de la
interioridad del ser humano futuro va a ser la superación del teísmo, el
abandono de la creencia en un ente exterior a la realidad (up there, out
there). La interioridad autoconciencial humana emergente parece que no va a
girar en torno a un Theos como estrella
polar del firmamento mental/espiritual humano, como lo ha sido en los últimos
milenios.
• En este sentido, la enemistad secular entre el ateísmo y
el cristianismo tradicional se ha esfumado, ha quedado sin sentido. Aunque
secularmente denostado por los «creyentes», el ateísmo tenía mucha razón en su
crítica, y hay que agradecerle el servicio que ha hecho a la religión. Los
«creyentes» han abandonado aquella creencia en el modelo teísta griego, y el
ateísmo se ha quedado sin objetivo contra el que luchar. Esta transformación
que estaba en curso en los últimos siglos, ya desde la Ilustración, cristaliza
hoy en un nuevo paradigma, el paradigma pos-teísta. La interioridad emergente de
los nuevos tiempos, en principio, ya no es teísta. Roger Lenaers llega a
postular abiertamente la necesidad de la reconciliación entre cristianismo y
ateísmo: los dos tenían razón, y ya es hora de reconocer que los problemas
habidos son simplemente de lenguaje filosófico y cultural. Toda aquella
polémica histórica es agua pasada para la nueva interioridad, que discurre por otros cauces, más hondos. No se
trata ya pues de evangelizar a los ateos..
• Otra cuestión que fue fuente constante de problemas en la
tradición anterior fue la de la ciencia, con el conflicto fe-razón, o
religión-ciencia. En la sociedad informada y culta hacia la que caminamos, en
la autoconciencia del ser humano actual, el conocimiento –tan desarrollado en
la actualidad, en comparación con las épocas paleolíticas, neolíticas o incluso
medievales– juega un papel fundamental, decisivo, absolutamente imprescindible.
En la cultura actual, no podemos constituirnos como sujetos conscientes en este
cosmos, no podemos dialogar con nosotros mismos en nuestra autoconsciencia, en
nuestra interioridad, sin poner bien firmes los pies en el suelo de la ciencia.
Lo contrario nos parecería una inaceptable ceguera voluntaria; una credulidad
infantil, o un juego de niños, como en buena parte lo fue en el pasado. Después
de cuatro siglos de conflicto, todavía las religiones no han logrado
reconciliarse con la ciencia, releyéndose a sí mismas desde una aceptación
sincera de la ciencia; no son capaces de desprenderse de su epistemología
mítica... En este impasse, se han convertido en un obstáculo para la el
desarrollo de autoconciencia (para la «espiritualidad») de los hombres y
mujeres de hoy. Por otra parte, la ciencia actual no es ya aquella ciencia
decimonónica, obsesivamente materialista y reduccionista. La ciencia ha
abandonado aquellas posturas, y hoy son legión los científicos que presienten e
intuyen una trascendencia inmanente, un Misterio que nos desborda. La Nueva
Cosmología, la astrofísica, la Biología Evolutiva, las ciencias de la Tierra...
constituyen por sí mismas una etapa nueva del conocimiento humano, superior a
aquella que en su momento fue la Revolución Científica. Esta ciencia actual no
es neutra, fríamente reduccionista, sino inspirada e inspiradora, con una carga
hoy reconocida de «valor revelatorio». Los interrogantes de la autoconsciencia
encuentran en la Nueva Cosmología una perspectiva sumamente enriquecedora, lo
cual es un fenómeno nuevo, emergente. Thomas Berry decía que la ciencia es como
el yoga del humano moderno; la apertura al mundo y al cosmos, dejándonos llevar
de la mano de la ciencia actual, es para muchos humanos actuales, una
oportunidad «religiosa y espiritual» mayor que las ofertas doctrinales y
rituales de las religiones institucionales.
• De todo lo que
vamos elaborando se desprende que en la nueva interioridad autoconciencial, una
exigencia fundamental ha dejado de serlo: ya no se trata de creer. Creer lo que
no se ve, dar por cierto lo que no sabemos pero que nos es propuesto por una
institución religiosa, creer y aceptar incluso lo que no se entiende. No se
trata de confiar en Otro porque sí, al margen de mi razón o incluso en contra
de la razón. Ya no podemos aceptar que se trate de someterse, ni de ofrecer un
sacrificium rationabile... ni de ponerse de rodillas ante un Dios externo...
Diríamos que desde la autoconciencia del ser humano actual ya no es posible
aceptar que el sentido de la vida humana sea aprobar en un juicio final sobre
si hemos sido capaces de creer lo que no veíamos, de creer ciegamente en lo que
Dios y la Iglesia nos propone para creer, como a tantos millones de hombres y
mujeres se les ha planteado y se les ha coaccionado contra su razón y sus
sentimientos a lo largo de la historia. Eso ya no cabe en la autoconciencia del
ser humano desarrollado actual. Y no se trata ya por tanto de promover esa
autoconciencialidad antigua, medieval, obsoleta...
• En una época pos-metafísica como la que estamos, la
autoconciencia del ser humano actual no se deja enmarcar en una imagen del
mundo (tanto cosmológica como metafísica) dualista, con física y metafísica,
naturaleza y sobrenaturalidad, con hechos naturales y hechos milagrosos, con
cuerpos y almas, con este mundo y con el otro, con ésta y con «la otra» vida,
con nuestro esforzado conocimiento científico y con una revelación caída del
cielo... No hay un segundo piso, ni en el cosmos, ni en la materia, ni en el
ser humano. Lo cual tampoco nos lleva al materialismo reduccionista... sino la
«inmanensidad» de un mundo holístico: una inmanencia cargada de transcendencia,
pero de una transcendencia no hacia afuera, ni hacia el más allá, sino hacia
acá, hacia un más adentro, en dirección a un «interior más interior a mí mismo
que yo mismo»... En estos puntos tan decisivos, la actual autoconciencia de las
nuevas generaciones puede sentirse en un verdadero diálogo de sordos cuando
trata de compartir sobre estos temas con las personas de la «espiritualidad»
clásica: parecen pertenecer a mundos distintos, o tal vez a dos especies
humanas ya separadas una de otra, genéticamente incompatibles. Cuando se da
esta situación cuasi-biológica, lo mejor es respetar el camino independiente de
cada una de esas dos especies; la evolución resolverá.
POR VÍA POSITIVA (sólo unos apuntes)
No basta decir lo que
ya no funciona o incluso estorba. Igualmente importante es apuntar las nuevas
posibilidades, aunque sólo sean intuiciones sobre por dónde va el camino. Éstas
son algunas de las que vemos.
- Oikocentramiento
Abandonado o superado el teocentrismo, el antropocentrismo,
el eclesiocentrismo, el neumato-centrismo, el sobrenatural-centrismo... típicos
de la «espiritualidad» tradicional, la única realidad que emergerá como
adecuada para fungir como centro, como punto de partida, como base de partida
de la experiencia espiritual será la Realidad misma, la realidad total, el
cosmos, visto –como no podría ser de otra manera– desde nuestro punto de vista,
como nuestro oikos (nuestro hogar) La
única «centración» correcta y universal será el oiko-centrismo. De una manera
plástica se podría expresar esto diciendo que las «religiones del libro» que
acojan y se alineen con esta nueva autoconsciencialidad emergente del ser
humano de las nuevas sociedades van a tener cambiar de libro central en esta
nueva etapa. Sus respectivos libros sagrados (muy emparentados, por cierto),
han prestado un gran servicio, pero ya han cumplido y agotado su misión y no
tienen cabida en una sociedad de conocimiento. Para la autoconciencia de la
humanidad emergente, ya no es aceptable ningún libro supuestamente venido de
fuera, de arriba, revelado, que imponga sumisión, creencias, dualismos... Sólo
resultará aceptable «volver al primer libro», al libro de la Realidad, del
Cosmos, de la Naturaleza, incluso a nuestra realidad corporal humana, que
pertenece a la misma Realidad primera.
-Oiko-comunión
La experiencia religiosa o espiritual clásica, desde hace
varios milenios, ha emulado la comunión con lo no terrestre, con el cielo, con
los dioses, con Dios, con lo «espiritual» (en el sentido de no material, según
el binomio materia/espíritu). La búsqueda del «espíritu» más allá de la
materia, del alma más allá del cuerpo, más allá del mundo (fuga mundi), de la
transcendencia, o de la contemplación, de la vivencia unitiva con el Esposo del
alma, o del éxtasis o salida del alma fuera de sí misma... han sido los
nombres, símbolos o imágenes del «objeto» de la contemplación o la contraparte
de la «comunión espiritual».
La nueva autoconciencia del ser humano, desde la nueva
visión posibilitada por las ciencias, sabe que no necesita alienarse a sí misma
fuera de la materia (buscando el espíritu), ni fuera de la tierra (buscando el
cielo), ni «ahí arriba, ahí fuera» (buscando a Theos), ni en una exótica
transcendencia, ni en una huída del mundo, ni en un éxtasis de unión con el Esposo
del alma fuera de este mundo. Costará mucho superar estas tendencias, porque
han sido las privilegiadas, las consideradas «espirituales» por antonomasia, y
llevamos todavía en la memoria los genes de esta espiritualidad ancestral
(aunque sea sólo de unos pocos milenios). Costará especialmente a los
cultivadores de los estados modificados de conciecia, porque, normalmente, el
impacto de su experiencia es tan fuerte, que estas personas y estos movimientos
piensan inevitablemente que esa experiencia, y sólo esa, es la verdadera
espiritualidad, que todo lo demás y todos los demás están en el camino
equivocado. En el marco adveniente de la nueva autoconciencia humana, la
experiencia religiosa, incluso la experiencia espiritual fruitiva
contemplativa, no necesitará de esa «alienación» (alienus fieri) que lo
arrastre fuera de la materia, del cuerpo, de la tierra, del mundo, del
cosmos... porque está capacitada para «comulgar» con la Tierra, con el Mundo,
con el Cosmos, con la Materia (la Santa Materia, al decir de Teilhard de
Chardin). No será una aventura absolutamente nueva, pues ya nuestros ancestros
vivieron una experiencia religiosa (no religional) muy apegada a la Tierra, al
Cielo, a la Naturaleza...
- Nueva visión del
mundo
La Nueva Cosmología ha introducido a la humanidad en una
nueva época, pues ha llevado su autoconciencia a una visión enteramente nueva
del cosmos y de sí misma. Las grandes preguntas sobre la realidad (cósmica,
total) que la autoconsciencia ha planteado desde siempre al ser humano, siguen
vigentes, pero hoy se plantean para nosotros en el contexto de esa visión
científica que las cambia radicalmente de contexto. Hoy miramos el mundo, por
ejemplo, y sabemos que la materia no es lo que la materia ha sido durante
milenios para el ser humano (el concepto tradicional de «materia» ha quedado
obsoleto): la materia es energía, y es autoorganizativa, tiende a la Vida, es
autopoiética, tiende a la sensibilidad, a la conciencia, a la inteligencia... y
desaparece el dualismo y la frontera entre la materia y el espíritu. El nuevo
relato del Universo que la nueva cosmología nos ofrece –somos la primera
generación que lo disfruta– hace que las preguntas, búsquedas y anhelos que la
autoconciencia del ser humano nos ha formulado en los pasados milenios, hoy
sean totalmente diferentes. El nuevo relato del Universo va a recuperar y
ampliar todo el espacio que en otro tiempo acapararon los mitos y creencias, de
las religiones y las espiritualidades: y no por eso serán menos ‘religiosas y espirituales’ en el nuevo
sentido.
III.- EL FUTURO VENDRÁ ¿POR EVOLUCIÓN O POR
EMERGENCIA? EL CASO DEL CRISTIANISMO
Soy de la generación
que se entusiasmó con el Concilio Vaticano II, y terminó de configurar su
visión y su propia misión con la espiritualidad de la liberación. Salimos a la
vida adulta convencidos de la posibilidad de transformar la Sociedad y la
Iglesia. Hoy día estamos ya en los 70 años, y hemos entregado la vida por
transformar la Iglesia en el espíritu del Vaticano II y de la liberación, en el
compromiso con la realidad histórica y la opción por los pobres pensando en
ello como nuestro mejor servicio a la Humanidad. Hemos estado siempre en
camino, en crecimiento, renovando la mirada interior. A aquella visión
teológica –conciliar y de la liberación– se han ido añadiendo en el tiempo, en
plazos cada vez más cortos, nuevas visiones, nuevos paradigmas (holismo,
posmodernismo, pluralismo, ecología profunda, feminismo, pos-teísmo,
pos-religionalidad, nuevo paradigma arqueológio-bíblico...). Hemos llegado al
convencimiento de que estamos en un nuevo tiempo axial, un tránsito cultural
epocal, que está dando forma a una nueva humanidad y una nueva autoconciencia
(un nuevo abordaje de lo que antes llamábamos espiritualidad), que hoy no somos
todavía capaces de discernir con claridad. Tantos cambios de paradigma,
acumulados en tan poco tiempo –sobre esta misma generación, ciertamente
privilegiada– nos han hecho conscientes de la urgencia de una transformación
del cristianismo que lo salve del proceso de disolución aparentemente terminal
que actualmente padece precisamente en sus sectores de mayor raigambre histórica.
Durante muchos años hemos luchado con esfuerzo y generosidad, y también con
esperanza sincera: creíamos –y queríamos creerlo– que era posible avanzar en la
realización y asimilación de ese nuevo tiempo axial. Con los años, con las
experiencias acumuladas, nos preguntamos si las religiones –de hecho, en la
práctica, no teóricamente– podrán cambiar, porque su resistencia al cambio se
manifiesta como insuperable. Llevamos décadas o siglos incluso viendo cómo el
fracaso avanza: la transformación de la cultura es mucho más rápida que la
lentísima renovación del cristianismo, y las pequeñas reformas que se hacen
(por lo demás superficiales, no estructurales, y epistemológicamente casi
insignificantes) llegan demasiado tarde, cuando no ya queda casi a quién salvar.
Hervieu-Léger dijo hace décadas que se
estaba dando una «exculturación del cristianismo en Occidente», lo que en la
actualidad continúa. Como ante el cambio climático, que tantas personas no ven,
son también multitud los cristianos –sobre todo los instalados en jerarquía–
que no perciben la realidad del deterioro y de la disminución del cristianismo
en grandes sectores de Occidente; muchos templos terminaron ya de vaciarse y
han sido y están siendo vendidos. Por otra parte, no hay transmisión generacional
del cristianismo: de mediana edad para abajo, los jóvenes prácticamente están
ausentes del cristianismo. En resumen, la pregunta es si a pesar de la rapidez
creciente del deterioro de las religiones el cristianismo podrá recuperarse y
relanzarse, o si globalmente continuará haciéndose mundialmente irrelevante
hasta un punto de no retorno, aunque, obviamente, permanezca todavía en la
historia largamente, como un elemento histórico residual, cada vez más marginal
en la evolución de la humanidad o del «transhumanismo» por venir. Y
desparecieron el 98% de las especies que «emergieron» en este planeta, el 98%
de su biodiversidad diacrónica. ¿Seguirá la misma dinámica, proporcionalmente
la biodiversidad religiosa? De las 100.000 religiones que han podido aparecer
en este planeta también ha desaparecido un gran porcentaje. Descubierto el
carácter «construido» del relato bíblico que postula la «indefectibilidad de la
Iglesia» («las puertas del infierno no prevalecerán contra ella»), perdemos
motivos para seguir obsesionados por salvar la Iglesia institucional, como si
fuera lo más importante para esta especie nuestra (no vayamos a decir para el
mundo, o el cosmos... como tampoco lo fue para Jesús). En la primera hipótesis
(de que las religiones estuvieran a tiempo de «salvarse»), la estrategia
pastoral sería continuar comprometidos en ayudarles a que cambien, para que
vivamos una «evolución» del cristianismo hacia las formas autoconcienciales del
futuro ya presente. En la segunda hipótesis (de que ya no estemos a tiempo, ni
que ello sea una necesidad absoluta), la estrategia adecuada podría ser dejar a
sí mismo el ámbito resistente y retardatario del cristianismo, que
previsiblemente va a consumirse por su propia ceguera, y centrar los esfuerzos
de apoyo en acompañar la «emergencia» de la nueva humanidad «despierta» (tanto
de jóvenes «vírgenes», como de mayores recuperados). Éste es el horizonte
actual de preguntas en el que me doy cuenta de que me muevo, cuando quiero
responder a esas preguntas concretas sobre el futuro religioso de la Humanidad
con las que el actual Encuentro Internacional de Investigación del CETR de
Barcelona nos convoca.
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