jueves, 16 de julio de 2020

Escuela de Verano. Primera Semana 1


¿Qué nueva espiritualidad promover?: la autoconciencia,
 lo autoconciencial
José María VIGIL
La pregunta central con la que hemos sido convocados a este Encuentro de Investigación Internacional reza así:
«¿Cómo promover el cultivo de lo que nuestros antepasados llamaron “espiritualidad” en las generaciones jóvenes? Un cultivo que tendrá que presentarse y vivirse sin creencias, sin religiones, sin dioses que sean tomados como entidades reales, sino como puros símbolos.
Quiero elaborar mi respuesta centrándola en la parte más nuclear de la pregunta, no tanto en el cómo promover, ni en el cuál espiritualidad promover, cuanto en el qué (quid) promover, o sea, centrarla en qué sería eso que buscamos promovemos, eso que desde hace unos pocos milenios hemos estado llamando tradicionalmente «espiritualidad»,
y cómo lo podremos entender y expresar en la nueva sociedad en la que estamos entrando. Sostengo que –aunque seamos cristianos– lo que llamamos espiritualidad no es un plus que los humanos hemos recibido por Jesucristo, o por la «revelación» divina (judeocristiana, expresada en la Biblia), ni tampoco como herencia de los griegos (tres milenios en total), sino algo que nos viene constituyendo desde que somos homo et mulier sapientes, es decir, hace unos 200.000 años en nuestro caso; otras especies del mismo género homo  probablemente han tenido esa misma calidad, no en concepto de plus, sino como algo constituyente.
 PRENOTANDOS
 Para comenzar quiero evocar el realismo sincero de Robert Crawford, que reconoce sin empacho que todavía no hay, o no hemos alcanzado, un concepto claro de «religión». Tenemos una infinidad de conceptos de religión; casi podríamos decir que tot sententiae
quot capita (tantas opiniones como cabezas), o que, sencillamente, «cada maestrillo tiene su librillo». Muchos de nosotros podemos decir que, en nuestra propia experiencia personal más cercana, no tenemos con quién compartir plenamente ese concepto sin distinciones ni matices. ¿Por qué será que, en este tipo de conceptos como espiritualidad, religión, religiosidad...somos todos tan dados tener nuestro propio criterio personal, casi estrictamente individual, a pesar de que se trata de realidades precisamente tan universales? ¿Cómo es posible que nos cueste tanto identificar y describir una realidad que nos constituye y de la que podemos dar un testimonio vivencial y directo? Probablemente se deba a que «cada uno habla de la feria como le va en ella», porque dichas realidades son, a la vez que universales, sumamente experienciales y personales. Esta diversidad de maneras de entender tales conceptos, no sólo se da en un momento de la historia, es decir, sincrónicamente, sino también diacrónicamente, a lo largo de los tiempos. Sería interesante, y muy útil, hacer el ejercicio de evocar las sucesivas maneras de entender la religión y la espiritualidad a lo largo de la historia, incluso aunque fuera limitándonos a una sola religión o confesión religiosa: muchas personas parecen pensar, ingenuamente, que la espiritualidad cristiana, por ejemplo, haya sido en todas partes, y siempre, una, la misma, permanente, invariable al menos en su núcleo... Los estudios históricos muestran, hasta la saciedad, cómo la espiritualidad cristiana –tan reciente como es– ha variado de mil maneras significativas, en función de los contextos sociales, ideas filosóficas, los maestros, corrientes espirituales vecinas... y también de sus intereses y conflictos de poder... Conscientemente, en este estudio, no queremos partir –si realmente ello es posible– de ninguna escuela ni maestro, incluso de ninguna religión. De entrada, por opción metodológica, situamos nuestro pensamiento fuera de la religión institucional. Nos situaremos en el atalaya de la Macrohistoria, en el ágora de la sociedad laica actual, la sociedad del conocimiento libre, que no acepta de entrada ninguna creencia, revelación, dogma ni «argumento de autoridad» que dificulte o impida la búsqueda libre y creativa de la verdad. Queremos hablar desde la mera humanidad laica, con las herramientas del sentido común y con el patrimonio del conocimiento común, evitando expresamente vocablos y conceptos religiosamente contaminados, por más que hayan sido «consagrados» por el uso. Tiene que ser posible encontrar otro lenguaje, y hacer «propuestas desde otros presupuestos».

I.-RECONCEPTUACIÓN DE RELIGIÓN Y ESPIRITUALIDAD COMO AUTOCONCIENCIA
 Preguntándonos cómo presentar al ser humano de hoy y de mañana aquello que «nuestros antepasados» –y nuestra propia tradición– llamaron religión,espiritualidad... decimos que lo habremos de hacer efectivamente desde presupuestos nuevos, y por eso mismo con palabras nuevas, no contaminadas, que no incluyan, desapercibidamente los viejos presupuestos. Por ejemplo: religión y espiritualidad . La primera, religión, es quizá la palabra más polisémica de las usadas en el campo semántico de lo religioso. Hoy consideramos «religiosas» también a las personas ateas... o incluso a las explícitamente «no afiliadas». El concepto ha perdido los límites claros que hasta hace bien poco lo definían. La segunda, espiritualidad, lleva en su propia etimología el ADN del dualismo materia/espíritu, del sobre-naturalismo por tanto, de la inmaterialidad o la negación de lo corporal, ... y todo lo que se le fue adhiriendo desde diversas corrientes filosóficas igualmente dualistas. Tal vez necesitaríamos declarar una moratoria sobre el uso de estas dos palabras, y en general, sobre todo el vocabulario y el bagaje conceptual tradicional en esta materia.
Un lenguaje nuevo
Quisiera romper una lanza en favor de esta voluntad de utilizar un lenguaje totalmente laico, y de reconceptualizar la religión y la espiritualidad antropológicamente, es decir, desde el propio concepto de humanidad. Lo que tradicionalmente hemos llamado con esas palabras «sagradas» (separadas, exclusivas), no es sino la propia humanidad, la dimensión más interior y profunda del ser humano. Lo hemos dicho en otras ocasiones: «Humanizar la humanidad», ése es el ser y el quehacer de la religión. No es que seamos humanos que, además, son religiosos o espirituales: en realidad somos simplemente humanos, y ahí está comprendido todo. Lo religioso y/o espiritual en nosotros no es nada añadido, claramente diferenciado, ni mucho menos separado: es nuestra misma interioridad profunda, lo más hondo de nuestra humanidad. (¿Qué importa aquí, en nuestro concepto, una religión u otra, o ninguna? Estamos más allá, o quizá mejor, más abajo, más adentro...).
 Autoconsciencia
¿Y qué es esa interioridad más profunda del ser humano, considerado lo más propio y específico suyo, lo que le hace ser lo que es y le constituye? Desde la visión actual de las diferentes ciencias, creo que hoy día hay acuerdo, y la respuesta apunta a la «autoconsciencia». Lo más fundamental y específico del ser humano es su autoconsciencia, el hecho peculiar de ser autoconsciente. Atención: no estamos echando mano de la filosofía, ni mucho menos introduciéndonos en la metafísica. Al hablar de autoconsciencia no estamos apelando a la presencia en el ser humano de un espíritu o alguna identidad semejante contrapuesta al cuerpo... Ni estamos refiriéndonos a una participación del ser humano en un orden superior no natural, sobrenatural...; no necesitamos apelar a esos supuestos para entender lo que la ciencia presenta hoy como la «autocosciencia» del ser humano, no apelamos a una supuesta espiritualidad no natural. Mucho menos, que nadie lea esta autoconciencia de la que aquí hablamos como un trasunto del espiritualismo ni del idealismo, ni de la Autoconciencia Absoluta o del Espíritu Absoluto hegeliano... Nosotros nos mantenemos estrictamente en el campo del conocimiento científico, interdisciplinar, no filosófico ni metafísico, refiriéndonos a la autoconsciencia que la ciencia actual atribuye al ser humano como un propio esencial, y que la biología moderna considera una «emergencia» de la Vida en su proceso evolutivo.
Nos referimos pues a la autoconsciencia del ser humano, con todo «lo autoconsciencial» que la acompaña, es decir, todos los dinamismos incontables que incluye, dispara, alimenta, soporta, goza...; como el amor universal (el Eros que muchas mitologías supusieron-intuyeron como primer motor del mundo...); como la atracción universal de los cuerpos cósmicos...; el amor incontenible a la libertad, a la emancipación, a la realización personal y social; la creatividad (la necesidad de idealizar la realidad, incluida nuestra propia realidad); la potencia de la Vida (el elan  vital, Bergson) y su recreación constante (la autopoiesis, característica de toda la Vida); la curiosidad y la admiración (que Aristóteles afirmaba ser el principio de la filosofía); la nostalgia infinita en las cavernas del corazón; la fruición de la belleza, la búsqueda del bien... la «vida interior» buscada, cultivada, sufrida o gozada en la interioridad... Todo este conjunto (que nadie podría elencar ni describir adecuadamente) es el ámbito de la autoconsciencia, en el que podemos ubicar todas las actividades, sentimientos, dimensiones, experiencias... que la tradición identificó con nombres concretos (y parciales) como religión y espiritualidad. El ámbito y la palabra mayor para toda esa realidad es la autoconsciencia humana.
Nuevos significantes para significados más amplios y hondos
Por ello, si ya no tenemos confusión respecto al nuevo contenido del significado al que queremos referirnos, hagamos la experiencia de cambiar el significante; no echemos mano ya de nombres ni conceptos tradicionales, de cuya problematicidad estamos tratando precisamente de librarnos. No utilicemos las palabras religiosas tradicionales ya «consagradas». Para referirnos a lo que la ciencia conoce naturalmente como la autoconsciencia, o lo autoconsciencial, echemos mano más bien de palabras bien llanas y laicas, de sentido directo, desprovistas de metáfora –siempre que sea posible–. Por ejemplo: «interioridad», «vida interior», «profundidad»... podrían ser unos excelentes nuevos significantes para referirnos desde un nuevo horizonte epistemológico, descontaminado, a aquello a lo que nuestros ancestros se referían con palabras como espiritualidad, religión, religiosidad...
Efectivamente, creemos que, interdisciplinarmente, puede reconocerse como universalmente aceptado y fuera de discusión, que la peculiaridad y la potencia de la autoconsciencia del ser humano, es la cualidad y el motor principal de las vivencias y experiencias profundas (personales y colectivas) de los humanos; de sus esperanzas, sus búsquedas de explicación y de sentido, sus angustias, su imaginación, sus preguntas profundas y sus intentos de respuesta, su creatividad, sus relatos, sus mitos, sus experiencias de sentido y de transcendencia... en una palabra, su vida interior, o el interior más hondo de su vida, lo que la mueve, lo que la inspira, su inspiración, o su inspiratividad... o sea, lo que nuestros ancestros solieron denominar con palabras como espiritualidad, religión, religiosidad, pero enmarcado y contextualizado ahora todo en una perspectiva natural, científica, laica y holística, que no contradice aquella visión, sino que simplemente la ahonda, la despatrimonializa y la universaliza, abriéndola a una nueva etapa, tal vez un nuevo grado o estadio de autoconsciencia de nuestra especie.
Fe, oración, meditación, reflexión, conciencia moral, examen de conciencia, liturgias, celebraciones, ritos, búsqueda de experiencias místicas contemplativas, unitivas, inefables... o de «estados modificados de conciencia»... han constituido tradicionalmente paquetes específicos de acciones o experiencias llamadas religiosas y espirituales. Desde esta visión más amplia a partir de la autoconciencia, vemos que esas acciones y experiencias pueden ser muchas más, muchas de ellas laicas, o simplemente humanas, profundamente humanas, que nunca antes fueron consideradas «espiritualidad». Nosotros podríamos utilizar también esta palabra, este viejo significante, pero sólo siendo conscientes de que le cambiamos de significado, en cuanto que lo trasponemos hacia un ámbito más amplio y más profundo, más básico, más ‘humanamente primero’: el de la autoconciencia. Lo que siempre hemos llamado espiritualidad, hoy sabemos y caemos en la cuenta de que es en realidad una designación reducida y parcial de la misma autoconsciencia del ser humano.
Cantidad/calidad
Siendo en sí misma, como cualidad humana, algo incuantificable, la autoconsciencia del ser humano puede desarrollar en la práctica realizaciones humanas de mayor o de menor calidad. Obviamente, si las necesidades básicas (consecución de alimento, búsqueda de refugio, autodefensa frente a los depredadores, vestido...) acaparan todas las energías y los tiempos del ser humano, la proyección creativa de su autoconciencia no alcanzará desarrollos valiosos, pudiendo incluso quedar atrofiada. En la medida en que se vaya liberando de la servidumbre de la atención a sus necesidades elementales, podrá atender más profunda y creativamente a la elaboración de sus respuestas de sentido, a sus exploraciones explicativas respecto del mundo que lo rodea, a la introspección de sí mismo, a la fruición de sus experiencias inefables, reflexión, argumentación, creación de belleza, finura interior, sentido moral... Ya sabemos: las «religiones» son realidades recientes, de hace no más de 4500 años. La autoconsciencia nos acompaña no sabemos desde cuándo, probablemente «desde siempre», es decir, desde antes de la aparición de nuestra especie (las otras especies del género homo  de las que procedemos ya tenían autoconsciencia, que es algo originariamente humano, propio del género homo, no exclusivo de la especie sapiens).
Las religiones podrían desaparecer, pero la autoconsciencia continuará su marcha evolutiva, inexorablemente, con la evolución de la Vida misma. Y ahí está toda nuestra historia para demostrarlo: desde la noche de los tiempos, desde la aurora de la autoconsciencia, siempre hemos estado dotados de autoconsciencia, esa nube conciencial creciente, evolutiva, esa especie de biosfera antrópica, noosfera a la vez interior y exterior que nos ha mantenido en comunicación, y nos ha llevado a agruparnos en clanes, en tribus, comunidades, aldeas, ciudades, Estados, civilizaciones, culturas, religiones... En cada época y período histórico, nuestra autoconciencia ha tenido unas u otras características, ha producido diferentes y super-diversas creaciones, explicaciones, sentidos, mitos, creencias... en una enorme biodiversidad también en el ámbito autoconciencial, en nuestra interioridad compartida, y en nuestra interioridad más íntimatambién en el ámbito autoconciencial, en nuestra interioridad compartida, y en nuestra interioridad más íntima.

Grecia pagana y «religiosa»
Tradicionalmente la cultura de Occidente reconoce sus orígenes en Grecia, ese milenio largo de la Filosofía Antigua que solemos decir que comenzó con los primeros pensadores de Mileto. Es interesante llamar la atención sobre cómo estudios relativamente recientes insisten en el carácter autoconciencial –«religioso» dicen ellos– de la mayor parte de la llamada Filosofía Antigua, sobre todo en sus últimos siglos. Con nuestra visión ilustrada y analítica hemos mirado la Filosofía de la Antigüedad como una disciplina, un saber especulativo, en un plano teórico abstracto separado de la vida... cuando desde el principio, y de manera creciente, la Filosofía Antigua fue ante todo una   respuesta a lo más íntimo de la vida humana, a la autoconsciencia y sus requerimientos, a la pregunta por el sentido, a la angustia de la soledad en medio del cosmos, a la pregunta por nuestra identidad humana, por el sentido de nuestra existencia, por la resolución de las intuiciones de la conciencia moral, la búsqueda de la paz interior... La Filosofía Antigua, uno de los fundamentos más ciertos de la herencia cultural Occidental, es la eclosión autoconciencial («religiosa») más brillante de este hemisferio cultural humano.
Reconceptualizar
Creemos que reconceptualizar la religión y la espiritualidad a partir de una realidad tan llana, laica y profundamente humana como es la autoconsciencia del ser humano, es un paso necesario para replantear la reflexión sobre estas realidades tan sutiles y tan reacias a dejarse enmarcar en esquemas y categorías. Creemos que esta reconceptualización está ya en curso, hace tiempo, en los muchos autores y grupos que se esfuerzan –nos esforzamos– por recrear el lenguaje, renovar los significantes, y profundizar los significados.
Más, al adoptar esta perspectiva laica, antropológica, des-religiosizada, autoconsciencial... me parece que hemos dado una respuesta a la pregunta planteada, la del qué [quid ] promover, no (cuál) [qualis] espiritualidad promover, ni cómo [quomodo] promoverla. Desde esta posición, digo, es claro que ya no se trata tanto de promover lo que se llamaba espiritualidad, ni lo que se llamaba religión, sino la autoconsciencia plena del ser humano actual, en toda su amplitud y biodiversidad religiosa. Creemos que de cara a la sociedad futura, sociedad del conocimiento, sociedad emancipada o de cualquier otra forma que la llamemos, estos nuevos presupuestos son mejores para ayudar a los hombres y mujeres de hoy, que aquellos otros que nosotros heredamos hace unas décadas, en torno a «religión y espiritualidad», como nuestros ancestros lo llamaron.
De lo dicho emergen algunas intuiciones claras sobre cómo deberá ser presentada esta autoconsciencialidad en el futuro, o ya desde ahora. Desglosemos estas intuiciones.

 II.-RASGOS DE LA AUTOCONSCIENCIALIDAD EMERGENTE POR VÍA NEGATIVA PRIMERO
 Elenquemos concisamente los principales rasgos de la tradicional autoconciencia que «ya no» van a ser practicables a la altura de la evolución actual de la humanidad.
• La mayor parte de lo que ha sido la Espiritualidad-Religiosidad en el pasado, lo hemos articulado y manejado principalmente con creencias míticas como la forma que mejor se prestaba para expresar nuestra intuición del Misterio y para vehicular su trasmisión. En esta nueva época, más respetuosa con una autoconsciencia ya epistemológicamente más desarrollada, no va a ser posible fundamentar ni articular lo religioso sobre creencias ni mitos. A estas alturas del desarrollo humano, la epistemología mítica ha dejado de ser un camino transitable para el hombre y la mujer de la sociedad del conocimiento. Por otra parte, la interioridad del ser humano culto y cultivado va a ser perfectamente posible sin mitos ni creencias. Las religiones actuales no deberían esforzarse tanto por salvar sus mitos, sus creencias ni sus credos, cuanto por salvarse a sí mismas de esa compañía que fue inevitable, pero que actualmente está perdiendo por goleada ante una epistemología científica cada vez más extendida. No se trata ya pues de salvar los mitos religiosos clásicos, ni de seguir centrados en ellos (piénsese por ejemplo en la liturgia católica, que sigue permanentemente centrada en textos de hace dos mil y tres mil años...).
• En los últimos milenios (tal vez desde el VII ac) el modelo teísta ha ocupado prácticamente toda el área autoconciencial, hasta el punto de que theos  ha sido considerado como la piedra «clave de la bóveda» de la comprensión humana, y creer en dios ha sido popularmente la cuestión capital («creer o no creer en Dios, ésa era la cuestión». Parece plausible pensar que una característica dominante de la interioridad del ser humano futuro va a ser la superación del teísmo, el abandono de la creencia en un ente exterior a la realidad (up there, out there). La interioridad autoconciencial humana emergente parece que no va a girar en torno a un Theos  como estrella polar del firmamento mental/espiritual humano, como lo ha sido en los últimos milenios.
• En este sentido, la enemistad secular entre el ateísmo y el cristianismo tradicional se ha esfumado, ha quedado sin sentido. Aunque secularmente denostado por los «creyentes», el ateísmo tenía mucha razón en su crítica, y hay que agradecerle el servicio que ha hecho a la religión. Los «creyentes» han abandonado aquella creencia en el modelo teísta griego, y el ateísmo se ha quedado sin objetivo contra el que luchar. Esta transformación que estaba en curso en los últimos siglos, ya desde la Ilustración, cristaliza hoy en un nuevo paradigma, el paradigma pos-teísta. La interioridad emergente de los nuevos tiempos, en principio, ya no es teísta. Roger Lenaers llega a postular abiertamente la necesidad de la reconciliación entre cristianismo y ateísmo: los dos tenían razón, y ya es hora de reconocer que los problemas habidos son simplemente de lenguaje filosófico y cultural. Toda aquella polémica histórica es agua pasada para la nueva interioridad, que  discurre por otros cauces, más hondos. No se trata ya pues de evangelizar a los ateos..

• Otra cuestión que fue fuente constante de problemas en la tradición anterior fue la de la ciencia, con el conflicto fe-razón, o religión-ciencia. En la sociedad informada y culta hacia la que caminamos, en la autoconciencia del ser humano actual, el conocimiento –tan desarrollado en la actualidad, en comparación con las épocas paleolíticas, neolíticas o incluso medievales– juega un papel fundamental, decisivo, absolutamente imprescindible. En la cultura actual, no podemos constituirnos como sujetos conscientes en este cosmos, no podemos dialogar con nosotros mismos en nuestra autoconsciencia, en nuestra interioridad, sin poner bien firmes los pies en el suelo de la ciencia. Lo contrario nos parecería una inaceptable ceguera voluntaria; una credulidad infantil, o un juego de niños, como en buena parte lo fue en el pasado. Después de cuatro siglos de conflicto, todavía las religiones no han logrado reconciliarse con la ciencia, releyéndose a sí mismas desde una aceptación sincera de la ciencia; no son capaces de desprenderse de su epistemología mítica... En este impasse, se han convertido en un obstáculo para la el desarrollo de autoconciencia (para la «espiritualidad») de los hombres y mujeres de hoy. Por otra parte, la ciencia actual no es ya aquella ciencia decimonónica, obsesivamente materialista y reduccionista. La ciencia ha abandonado aquellas posturas, y hoy son legión los científicos que presienten e intuyen una trascendencia inmanente, un Misterio que nos desborda. La Nueva Cosmología, la astrofísica, la Biología Evolutiva, las ciencias de la Tierra... constituyen por sí mismas una etapa nueva del conocimiento humano, superior a aquella que en su momento fue la Revolución Científica. Esta ciencia actual no es neutra, fríamente reduccionista, sino inspirada e inspiradora, con una carga hoy reconocida de «valor revelatorio». Los interrogantes de la autoconsciencia encuentran en la Nueva Cosmología una perspectiva sumamente enriquecedora, lo cual es un fenómeno nuevo, emergente. Thomas Berry decía que la ciencia es como el yoga del humano moderno; la apertura al mundo y al cosmos, dejándonos llevar de la mano de la ciencia actual, es para muchos humanos actuales, una oportunidad «religiosa y espiritual» mayor que las ofertas doctrinales y rituales de las religiones institucionales.
   • De todo lo que vamos elaborando se desprende que en la nueva interioridad autoconciencial, una exigencia fundamental ha dejado de serlo: ya no se trata de creer. Creer lo que no se ve, dar por cierto lo que no sabemos pero que nos es propuesto por una institución religiosa, creer y aceptar incluso lo que no se entiende. No se trata de confiar en Otro porque sí, al margen de mi razón o incluso en contra de la razón. Ya no podemos aceptar que se trate de someterse, ni de ofrecer un sacrificium rationabile... ni de ponerse de rodillas ante un Dios externo... Diríamos que desde la autoconciencia del ser humano actual ya no es posible aceptar que el sentido de la vida humana sea aprobar en un juicio final sobre si hemos sido capaces de creer lo que no veíamos, de creer ciegamente en lo que Dios y la Iglesia nos propone para creer, como a tantos millones de hombres y mujeres se les ha planteado y se les ha coaccionado contra su razón y sus sentimientos a lo largo de la historia. Eso ya no cabe en la autoconciencia del ser humano desarrollado actual. Y no se trata ya por tanto de promover esa autoconciencialidad antigua, medieval, obsoleta...
• En una época pos-metafísica como la que estamos, la autoconciencia del ser humano actual no se deja enmarcar en una imagen del mundo (tanto cosmológica como metafísica) dualista, con física y metafísica, naturaleza y sobrenaturalidad, con hechos naturales y hechos milagrosos, con cuerpos y almas, con este mundo y con el otro, con ésta y con «la otra» vida, con nuestro esforzado conocimiento científico y con una revelación caída del cielo... No hay un segundo piso, ni en el cosmos, ni en la materia, ni en el ser humano. Lo cual tampoco nos lleva al materialismo reduccionista... sino la «inmanensidad» de un mundo holístico: una inmanencia cargada de transcendencia, pero de una transcendencia no hacia afuera, ni hacia el más allá, sino hacia acá, hacia un más adentro, en dirección a un «interior más interior a mí mismo que yo mismo»... En estos puntos tan decisivos, la actual autoconciencia de las nuevas generaciones puede sentirse en un verdadero diálogo de sordos cuando trata de compartir sobre estos temas con las personas de la «espiritualidad» clásica: parecen pertenecer a mundos distintos, o tal vez a dos especies humanas ya separadas una de otra, genéticamente incompatibles. Cuando se da esta situación cuasi-biológica, lo mejor es respetar el camino independiente de cada una de esas dos especies; la evolución resolverá.
POR VÍA POSITIVA (sólo unos apuntes)
 No basta decir lo que ya no funciona o incluso estorba. Igualmente importante es apuntar las nuevas posibilidades, aunque sólo sean intuiciones sobre por dónde va el camino. Éstas son algunas de las que vemos.


- Oikocentramiento
Abandonado o superado el teocentrismo, el antropocentrismo, el eclesiocentrismo, el neumato-centrismo, el sobrenatural-centrismo... típicos de la «espiritualidad» tradicional, la única realidad que emergerá como adecuada para fungir como centro, como punto de partida, como base de partida de la experiencia espiritual será la Realidad misma, la realidad total, el cosmos, visto –como no podría ser de otra manera– desde nuestro punto de vista, como nuestro  oikos (nuestro hogar) La única «centración» correcta y universal será el oiko-centrismo. De una manera plástica se podría expresar esto diciendo que las «religiones del libro» que acojan y se alineen con esta nueva autoconsciencialidad emergente del ser humano de las nuevas sociedades van a tener cambiar de libro central en esta nueva etapa. Sus respectivos libros sagrados (muy emparentados, por cierto), han prestado un gran servicio, pero ya han cumplido y agotado su misión y no tienen cabida en una sociedad de conocimiento. Para la autoconciencia de la humanidad emergente, ya no es aceptable ningún libro supuestamente venido de fuera, de arriba, revelado, que imponga sumisión, creencias, dualismos... Sólo resultará aceptable «volver al primer libro», al libro de la Realidad, del Cosmos, de la Naturaleza, incluso a nuestra realidad corporal humana, que pertenece a la misma Realidad primera.
-Oiko-comunión
La experiencia religiosa o espiritual clásica, desde hace varios milenios, ha emulado la comunión con lo no terrestre, con el cielo, con los dioses, con Dios, con lo «espiritual» (en el sentido de no material, según el binomio materia/espíritu). La búsqueda del «espíritu» más allá de la materia, del alma más allá del cuerpo, más allá del mundo (fuga mundi), de la transcendencia, o de la contemplación, de la vivencia unitiva con el Esposo del alma, o del éxtasis o salida del alma fuera de sí misma... han sido los nombres, símbolos o imágenes del «objeto» de la contemplación o la contraparte de la «comunión espiritual».
La nueva autoconciencia del ser humano, desde la nueva visión posibilitada por las ciencias, sabe que no necesita alienarse a sí misma fuera de la materia (buscando el espíritu), ni fuera de la tierra (buscando el cielo), ni «ahí arriba, ahí fuera» (buscando a Theos), ni en una exótica transcendencia, ni en una huída del mundo, ni en un éxtasis de unión con el Esposo del alma fuera de este mundo. Costará mucho superar estas tendencias, porque han sido las privilegiadas, las consideradas «espirituales» por antonomasia, y llevamos todavía en la memoria los genes de esta espiritualidad ancestral (aunque sea sólo de unos pocos milenios). Costará especialmente a los cultivadores de los estados modificados de conciecia, porque, normalmente, el impacto de su experiencia es tan fuerte, que estas personas y estos movimientos piensan inevitablemente que esa experiencia, y sólo esa, es la verdadera espiritualidad, que todo lo demás y todos los demás están en el camino equivocado. En el marco adveniente de la nueva autoconciencia humana, la experiencia religiosa, incluso la experiencia espiritual fruitiva contemplativa, no necesitará de esa «alienación» (alienus fieri) que lo arrastre fuera de la materia, del cuerpo, de la tierra, del mundo, del cosmos... porque está capacitada para «comulgar» con la Tierra, con el Mundo, con el Cosmos, con la Materia (la Santa Materia, al decir de Teilhard de Chardin). No será una aventura absolutamente nueva, pues ya nuestros ancestros vivieron una experiencia religiosa (no religional) muy apegada a la Tierra, al Cielo, a la Naturaleza...


- Nueva visión del mundo
La Nueva Cosmología ha introducido a la humanidad en una nueva época, pues ha llevado su autoconciencia a una visión enteramente nueva del cosmos y de sí misma. Las grandes preguntas sobre la realidad (cósmica, total) que la autoconsciencia ha planteado desde siempre al ser humano, siguen vigentes, pero hoy se plantean para nosotros en el contexto de esa visión científica que las cambia radicalmente de contexto. Hoy miramos el mundo, por ejemplo, y sabemos que la materia no es lo que la materia ha sido durante milenios para el ser humano (el concepto tradicional de «materia» ha quedado obsoleto): la materia es energía, y es autoorganizativa, tiende a la Vida, es autopoiética, tiende a la sensibilidad, a la conciencia, a la inteligencia... y desaparece el dualismo y la frontera entre la materia y el espíritu. El nuevo relato del Universo que la nueva cosmología nos ofrece –somos la primera generación que lo disfruta– hace que las preguntas, búsquedas y anhelos que la autoconciencia del ser humano nos ha formulado en los pasados milenios, hoy sean totalmente diferentes. El nuevo relato del Universo va a recuperar y ampliar todo el espacio que en otro tiempo acapararon los mitos y creencias, de las religiones y las espiritualidades: y no por eso serán menos  ‘religiosas y espirituales’ en el nuevo sentido.
III.-   EL FUTURO VENDRÁ ¿POR EVOLUCIÓN O POR EMERGENCIA? EL CASO DEL CRISTIANISMO
 Soy de la generación que se entusiasmó con el Concilio Vaticano II, y terminó de configurar su visión y su propia misión con la espiritualidad de la liberación. Salimos a la vida adulta convencidos de la posibilidad de transformar la Sociedad y la Iglesia. Hoy día estamos ya en los 70 años, y hemos entregado la vida por transformar la Iglesia en el espíritu del Vaticano II y de la liberación, en el compromiso con la realidad histórica y la opción por los pobres pensando en ello como nuestro mejor servicio a la Humanidad. Hemos estado siempre en camino, en crecimiento, renovando la mirada interior. A aquella visión teológica –conciliar y de la liberación– se han ido añadiendo en el tiempo, en plazos cada vez más cortos, nuevas visiones, nuevos paradigmas (holismo, posmodernismo, pluralismo, ecología profunda, feminismo, pos-teísmo, pos-religionalidad, nuevo paradigma arqueológio-bíblico...). Hemos llegado al convencimiento de que estamos en un nuevo tiempo axial, un tránsito cultural epocal, que está dando forma a una nueva humanidad y una nueva autoconciencia (un nuevo abordaje de lo que antes llamábamos espiritualidad), que hoy no somos todavía capaces de discernir con claridad. Tantos cambios de paradigma, acumulados en tan poco tiempo –sobre esta misma generación, ciertamente privilegiada– nos han hecho conscientes de la urgencia de una transformación del cristianismo que lo salve del proceso de disolución aparentemente terminal que actualmente padece precisamente en sus sectores de mayor raigambre histórica. Durante muchos años hemos luchado con esfuerzo y generosidad, y también con esperanza sincera: creíamos –y queríamos creerlo– que era posible avanzar en la realización y asimilación de ese nuevo tiempo axial. Con los años, con las experiencias acumuladas, nos preguntamos si las religiones –de hecho, en la práctica, no teóricamente– podrán cambiar, porque su resistencia al cambio se manifiesta como insuperable. Llevamos décadas o siglos incluso viendo cómo el fracaso avanza: la transformación de la cultura es mucho más rápida que la lentísima renovación del cristianismo, y las pequeñas reformas que se hacen (por lo demás superficiales, no estructurales, y epistemológicamente casi insignificantes) llegan demasiado tarde, cuando no ya queda casi a quién salvar. Hervieu-Léger  dijo hace décadas que se estaba dando una «exculturación del cristianismo en Occidente», lo que en la actualidad continúa. Como ante el cambio climático, que tantas personas no ven, son también multitud los cristianos –sobre todo los instalados en jerarquía– que no perciben la realidad del deterioro y de la disminución del cristianismo en grandes sectores de Occidente; muchos templos terminaron ya de vaciarse y han sido y están siendo vendidos. Por otra parte, no hay transmisión generacional del cristianismo: de mediana edad para abajo, los jóvenes prácticamente están ausentes del cristianismo. En resumen, la pregunta es si a pesar de la rapidez creciente del deterioro de las religiones el cristianismo podrá recuperarse y relanzarse, o si globalmente continuará haciéndose mundialmente irrelevante hasta un punto de no retorno, aunque, obviamente, permanezca todavía en la historia largamente, como un elemento histórico residual, cada vez más marginal en la evolución de la humanidad o del «transhumanismo» por venir. Y desparecieron el 98% de las especies que «emergieron» en este planeta, el 98% de su biodiversidad diacrónica. ¿Seguirá la misma dinámica, proporcionalmente la biodiversidad religiosa? De las 100.000 religiones que han podido aparecer en este planeta también ha desaparecido un gran porcentaje. Descubierto el carácter «construido» del relato bíblico que postula la «indefectibilidad de la Iglesia» («las puertas del infierno no prevalecerán contra ella»), perdemos motivos para seguir obsesionados por salvar la Iglesia institucional, como si fuera lo más importante para esta especie nuestra (no vayamos a decir para el mundo, o el cosmos... como tampoco lo fue para Jesús). En la primera hipótesis (de que las religiones estuvieran a tiempo de «salvarse»), la estrategia pastoral sería continuar comprometidos en ayudarles a que cambien, para que vivamos una «evolución» del cristianismo hacia las formas autoconcienciales del futuro ya presente. En la segunda hipótesis (de que ya no estemos a tiempo, ni que ello sea una necesidad absoluta), la estrategia adecuada podría ser dejar a sí mismo el ámbito resistente y retardatario del cristianismo, que previsiblemente va a consumirse por su propia ceguera, y centrar los esfuerzos de apoyo en acompañar la «emergencia» de la nueva humanidad «despierta» (tanto de jóvenes «vírgenes», como de mayores recuperados). Éste es el horizonte actual de preguntas en el que me doy cuenta de que me muevo, cuando quiero responder a esas preguntas concretas sobre el futuro religioso de la Humanidad con las que el actual Encuentro Internacional de Investigación del CETR de Barcelona nos convoca.

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