LA CIVILIZACIÓN EMPÁTICA
LA CARRERA HACIA UNA CONCIENCIA GLOBAL EN UN MUNDO EN CRISIS JEREMY RIFKIN
Este libro ofrece una nueva interpretación de la historia de las civilizaciones. En las ciencias biológicas y cognitivas está surgiendo una visión nueva y radical de la naturaleza humana que es motivo de discusión. Contemplar la historia de la economía a través del cristal de la empatía nos permite descubrir unos hilos en la narración humana que hasta ahora habían permanecido ocultos. El resultado es un nuevo tapiz social, la civilización empática, basado en una amplia variedad de campos que incluyen la literatura y las artes, la teología, la filosofía, la antropología, la sociología, la ciencia política, etc.
LA PARADOJA OCULTA DE LA HISTORIA HUMANA
Flandes, 24 de diciembre de 1914. La tarde llegaba a su fin. La Primera Guerra Mundial de la historia entraba en su quinto mes. Millones de soldados se apiñaban agazapados en una red de trincheras. Las condiciones eran infernales. El aire glacial del invierno entumecía los cuerpos. Las trincheras estaban anegadas.
Los soldados compartían su cobijo con ratas y por falta de letrinas, el hedor de excrementos lo impregnaba todo. Los hombres dormían de pie para evitar la porquería y el fango. Los soldados muertos yacían en la tierra de nadie, pudriéndose a unos metros de sus camaradas vivos.Cuando la noche caía sobre los campos de batalla, sucedió algo extraordinario. Los soldados alemanes empezaron a prender velas en los pequeños árboles de Navidad enviados al frente para elevar su moral. Luego comenzaron a cantar villancicos... Primero, Noche de paz; luego, un torrente de canciones. Los soldados ingleses escuchaban atónitos. Uno que contemplaba con incredulidad las líneas enemigas dijo que las trincheras parecían candilejas de un teatro». Los ingleses respondieron con aplausos: al principio con cierto reparo, luego con entusiasmo. También ellos empezaron a cantar villancicos a sus enemigos alemanes, que respondieron aplaudiendo.
Varios hombres de los dos bandos salieron a gatas de las trincheras y empezaron a cruzar a pie la tierra de nadie para encontrarse; pronto les siguieron centenares. A medida que la noticia se extendía por el frente, miles de hombres salían de las trincheras. Se daban la mano, compartían cigarrillos y dulces, y se enseñaban fotos de sus familias. Se contaban de dónde venían, recordaban Navidades pasadas y bromeaban sobre el absurdo de la guerra.
A la mañana siguiente, mientras el sol de la Navidad se elevaba sobre los campos de batalla, decenas de miles de hombres —según algunas fuentes, hasta cien mil— charlaban tranquilamente. Veinticuatro horas antes eran enemigos y ahora se ayudaban para enterrar a los camaradas muertos. Se dice que se jugó más de un partido de fútbol. Los oficiales del frente también participaban, pero cuando las noticias llegaron al alto mando de la retaguardia, los generales no vieron los hechos con tan buenos ojos. Temiendo que esta tregua pudiera minar la moral militar, enseguida tomaron medidas para meter en vereda a sus tropas.
Aquella «tregua de Navidad» surrealista acabó tan de repente como empezó: en el fondo no fue más que una anécdota en una guerra que acabaría en noviembre de 1918 con 8,5 millones de bajas militares, el episodio más sangriento de la historia hasta la fecha. Durante unas horas, no más de un día, decenas de miles de seres humanos desoyeron a sus mandos y olvidaron la lealtad a su país para expresar la humanidad que tenían en común. Enviados allí para mutilar y matar, tuvieron el valor de dejar de lado sus deberes institucionales para confortarse mutuamente y celebrar la vida.
Aunque se supone que el campo de batalla es un lugar donde el heroísmo se mide por la voluntad de matar y de morir por una causa noble que trasciende la vida de cada día, aquellos hombres optaron por otra clase de valentía. Se identificaron con el sufrimiento de los demás y les ofrecieron consuelo. Al cruzar la tierra de nadie se encontraron a sí mismos en los demás. La fuerza para ofrecer aquel consuelo surgía de su sensación íntima y profunda de vulnerabilidad y de su deseo no correspondido de compañía.
Durante casi mil setecientos años, en Occidente se nos ha hecho creer que los seres humanos somos pecadores en un mundo lleno de maldad. Aquellos hombres expresaron una sensibilidad mucho más profunda, que emana del núcleo mismo de la existencia y que trasciende los límites del tiempo y las exigencias de cada época. Basta que nos preguntemos por qué nos sentimos tan alentados al recordar lo que aquellos soldados hicieron. Porque eligieron ser humanos. Y la cualidad humana esencial que expresaron fue la mutua empatía.
La ansiedad empática es tan antigua como nuestra especie y se remonta a nuestro pasado ancestral, a los lazos con nuestros parientes primates y, antes aún, con nuestros antepasados mamíferos. No hace mucho que los científicos cognitivos y los biólogos han empezado a descubrir manifestaciones conductuales primitivas de la empatía en toda la clase de los mamíferos —los animales que cuidan de sus crías— y señalan que los primates, y sobre todo el ser humano con su neocórtex más desarrollado, están «cableados» especialmente para la empatía.
Sin un concepto desarrollado de la propia identidad, la expresión empática sería imposible. Hace mucho que los especialistas en desarrollo infantil saben que hasta los bebés de 1 o 2 días de edad pueden reconocer el llanto de otros bebés y ponerse a llorar, una respuesta que se conoce como ansiedad empática rudimentaria. La razón de ello es que la predisposición a la empatía forma parte de nuestra biología.
LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD QUE AÚN NO SE HA CONTADO
Muy rara vez los oímos hablar de la cara de la experiencia humana, que se refiere a nuestra naturaleza profundamente social, a la evolución del afecto humano y a su impacto en la cultura y en la sociedad.
El mundo cotidiano es totalmente diferente. Aunque la vida diaria está salpicada de sufrimiento, de tensiones, de injusticias y delitos, también abundan los actos sencillos de generosidad y bondad. Los que brindan consuelo y compasión, forman vínculos sociales y traen alegría a la vida de la gente. Gran parte de las interacciones diarias con nuestros semejantes son empáticas, porque ello forma parte de nuestra naturaleza. La empatía es el medio por el que creamos vida social y hacemos que progrese la civilización. En resumen, aunque no haya recibido de los historiadores la atención que merece, la extraordinaria evolución de la conciencia empática es la narración por excelencia que subyace en la historia humana.
Pero hay otra razón por la que la empatía no se ha estudiado a fondo en todos sus detalles históricos y antropológicos. El problema está en el proceso evolutivo mismo. La conciencia empática se ha ido desarrollando lentamente durante los 175.000 años de la historia humana. En ocasiones, ha florecido para después desvanecerse durante largos períodos. Su evolución ha sido irregular, aunque su trayectoria es clara. El desarrollo empático y el desarrollo de la individualidad van de la mano y acompañan las estructuras sociales consumidoras de energías cada vez más complejas, que han conformado el viaje humano.
El ser humano no pudo reconocer la existencia de la empatía, ni hallar metáforas adecuadas para hablar de ella, así como explorar sus múltiples significados, hasta que su individualidad se desarrolló lo suficiente para permitirle reflexionar sobre la naturaleza de sus más íntimos pensamientos y sentimientos, en relación con los pensamientos y sentimientos más íntimos de los demás.
El sufijo -patía de la palabra empatía indica que entramos en el estado emocional de otra persona que sufre y que sentimos su dolor como si fuera nuestro. Según Jean Piaget, el niño se hace cada vez más experto en «leer» a los demás para establecer relaciones sociales. Los partidarios de la visión cognitiva llegaron a sugerir —aunque no abiertamente— que la empatía tiene un valor instrumental, porque permite «tomarle la medida» al otro, para promover el propio interés. Para otros psicólogos más tendentes al romanticismo, la empatía era un estado básicamente afectivo o emocional con un componente cognitivo. El observador empático no se fusiona con la experiencia del otro, perdiendo su identidad personal, ni lee de una manera fría y objetiva la experiencia del otro, como si fuera una forma de reunir información para sus propios intereses. Como señala el profesor de psicología Martin L. Hoffman, la empatía es más profunda. Hoffman la define como «procesos psicológicos que hacen que una persona tenga sentimientos más congruentes con la situación de otra persona, que con la suya propia». El abrazo empático a otra persona incluso puede transformar su sufrimiento en dicha. Carl Rogers lo expresó de una manera conmovedora: “Cuando alguien se da cuenta de que lo escuchan de verdad, sus ojos se humedecen. Creo que, en el fondo, llora de alegría. Es como si dijera: Gracias a Dios, hay alguien que me escucha, que sabe cómo me siento.”
El interés por la empatía se ha multiplicado durante la última década y se ha convertido en un tema candente en campos profesionales, que van desde la medicina hasta la gestión de recursos humanos.
Los biólogos hablan con entusiasmo del descubrimiento de las neuronas espejo —también llamadas neuronas de la empatía—, que establecen, en algunos mamíferos, la predisposición genética a la respuesta empática. La existencia de las neuronas espejo ha suscitado un debate muy intenso en la comunidad académica en torno a antiguos supuestos sobre la naturaleza de la evolución biológica. Los educadores han alzado el estandarte del ajuste empático en el campo de la «inteligencia emocional» señalando que la extensión y el compromiso empáticos son buenos indicadores del desarrollo psicológico y social de los niños. Algunos centros escolares de EEUU han empezado a cambiar sus planes de estudio, para destacar la pedagogía empática, frente a programas más tradicionales, centrados en la formación intelectual.
Ahora que las escuelas intentan ponerse a la altura de una generación que ha crecido con Internet y está acostumbrada a interactuar y a aprender en redes sociales abiertas, en las que comparte información en lugar de acumularla, están surgiendo nuevos modelos de enseñanza destinados a transformar la educación y conseguir que, en lugar de ser una “competición”, sea una experiencia de aprendizaje en colaboración. El aprendizaje mediante actividades de voluntariado, ha revolucionado la experiencia escolar. En colaboración con instituciones públicas y privadas, millones de jóvenes realizan trabajos útiles y solidarios para mejorar la calidad de vida de la comunidad en la que viven.
Todas estas innovaciones educativas contribuyen a desarrollar la sensibilidad empática. El supuesto tradicional de que «el conocimiento es poder» y se usa para el beneficio personal se está enfrentando, al menos en algunos sistemas escolares, a la noción de que: “el conocimiento es una expresión de la responsabilidad común por el bienestar colectivo de la humanidad y del planeta como un todo”.
La Comisión para la Verdad y la Reconciliación creada en Sudáfrica en la década de 1990, tras el fin del apartheid, fue el primero de varios organismos similares creados en países que han sufrido episodios de violencia, guerras y matanzas. Las comisiones de reconciliación y los programas de justicia restitutiva constituyen un reconocimiento de que la moralidad va más allá de la justicia e incluye la cuestión de que reparar un daño tiene que suponer una compensación emocional, además de una sanción penal. Estas nuevas entidades legales, que no tienen precedente en la historia, ofrecen una manera de abordar la resolución de conflictos, que da la misma importancia a la empatía que a la equidad.
Incluso la economía, la llamada «ciencia pesimista», ha experimentado una transformación. A lo largo de dos siglos, la observación de Adam Smith de que la naturaleza predispone al hombre a mirar por sus propios intereses en el mercado, ha sido la definición indiscutible. En su libro “La riqueza de las naciones” (1776), Smith sostenía: “Cada individuo se afana en buscar el empleo más ventajoso para el capital de que dispone”. Lo que cada uno se propone es su propio interés, no el de la sociedad; y esos esfuerzos hacia su propia ventaja lo inclinan de manera natural, o más bien necesaria, al empleo más útil a la sociedad.
Aunque la caracterización que hace Smith de la naturaleza humana sigue siendo una especie de evangelio, ya ha dejado de ser sagrada. Las revoluciones de Internet y de las tecnologías de la información han empezado a cambiar la naturaleza del juego económico. Las formas de hacer negocio a través de la Red ponen en cuestión los supuestos ortodoxos sobre el mercado, que hablan del interés personal. La expresión—«el comprador de ser precavido »— se ha sustituido por la creencia de que los intercambios deberían ser, por encima de todo, transparentes. La idea de que toda transacción comercial es una especie de enfrentamiento, ha sido desmentida por la colaboración en red, basada en estrategias “win-win”, donde salen ganando las dos partes. En una red, optimizar el interés de los demás, incrementa el valor de uno mismo. La cooperación puede más que la competencia. La norma es ahora compartir los riesgos y colaborar sin reservas, en lugar de tejer intrigas maquiavélicas. Pensemos en el caso de Linux, un modelo que inconcebible veinte años atrás. La idea que hay detrás de este software global es animar a miles de personas a que sientan empatía con los que sufren problemas informáticos y a que cedan voluntariamente su tiempo y su experiencia, con el fin de ayudarlos. Es indudable que Adam Smith lo creería absurdo. Pero Linux funciona y se ha convertido en competidor de Microsoft a escala mundial.
Las nuevas ideas sobre la naturaleza empática del ser humano han llegado incluso a la gestión de los recursos humanos, que empieza a destacar la inteligencia social tanto como la capacidad profesional, el carácter étnico, racial, cultural y sexual, y se considera cada vez más esencial para el rendimiento, tanto en el puesto de trabajo como en las relaciones externas de mercado. Aprender a trabajar en equipo de una forma atenta y compasiva se está convirtiendo en un procedimiento habitual de actuación en un mundo complejo e interdependiente.
Las pequeñas unidades familiares y de parentesco de treinta a ciento cincuenta miembros, que son tan características de las culturas orales basadas en la caza y la recolección, tienen una diferenciación de roles mínima y, en consecuencia, pocas características que permitan distinguir al individuo como un yo único. Los seres humanos primitivos vivían en comunidad, pero no como grupos de individuos conscientes de sí mismos. Su vida contrasta claramente con la de cualquier habitante del centro de Manhattan, que puede encontrarse con más de 220.000 personas en un radio de 500 metros desde su casa o su oficina; y todas ellas con unas responsabilidades, unos roles y unas identidades diferentes.
El despertar de la sensación de individualidad que surge del proceso de diferenciación es esencial para el desarrollo y la extensión de la empatía. Cuando más individualizado y desarrollado está el yo, más intensa es la sensación de que nuestra existencia es única, finita y mortal, y más profunda es la conciencia de nuestra soledad existencial y de los muchos retos que afrontamos en la lucha por ser y prosperar. Precisamente, el tener estas sensaciones es lo que nos permite sentir empatía. Y una empatía más acentuada facilita que una población, cada vez más individualizada, forme organismos sociales más interdependientes e integrados. Este proceso es el que caracteriza lo que llamamos civilización. La civilización es la destribalización de los lazos de parentesco y la resocialización de individuos distintos, en función de unos especiales lazos de asociación. La extensión empática es el mecanismo psicológico que hace posible este proceso de transformación. Cuando hablamos de civilizar, queremos decir empatizar.
Hoy, cuando nos estamos convirtiendo en una civilización conectada globalmente, la conciencia empática está empezando a extenderse hasta los confines de la biosfera y a todos los seres vivos. La gente empieza a hacerse una pregunta que nadie se había planteado en toda la historia: ¿podemos seguir sustentando nuestra especie? Lo irónico es que, precisamente cuando estamos empezando a vislumbrar la posibilidad de una conciencia empática mundial, nos hallemos al borde de la extinción. En la segunda mitad del siglo XX hemos universalizado la empatía. Después del Holocausto de la Segunda Guerra Mundial, la humanidad se dijo: «Nunca más». Hemos extendido la empatía a muchos de nuestros semejantes antes tenidos por infrahumanos —incluyendo mujeres, homosexuales, discapacitados, personas de color, y minorías étnicas y religiosas— y hemos codificado esta sensibilidad en derechos y políticas sociales, en leyes sobre los derechos humanos y, hoy en día, incluso en leyes de protección a los animales. Nos aproximamos al objetivo de incluir dentro de nuestros intereses a «los otros», a «los extraños».
Y aunque la luz de esta nueva conciencia de la biosfera apenas empieza a despuntar —pues los prejuicios y las xenofobias tradicionales aún siguen siendo la norma— el simple hecho de que nuestra extensión empática llegue a ámbitos hasta ahora inexplorados constituye un triunfo de la evolución humana.
Pero esta primera luz de la conciencia empática mundial se ve empañada por el creciente reconocimiento de que puede ser demasiado tarde para hacer frente al fantasma del cambio climático y a la posible extinción de la especie humana, una extinción causada por la evolución de organizaciones económicas y sociales, cada vez más complejas y que consumen más energía, pero que, al mismo tiempo nos han permitido profundizar nuestra sensación de individualidad, unir a gentes diversas, extender nuestro abrazo empático y expandir la conciencia humana.
La tarea fundamental que debemos emprender es examinar las profundidades de la paradoja de la historia humana para estudiar su funcionamiento, sus vericuetos y sus caminos, y hallar una salida. Nuestro viaje empieza en la encrucijada donde las leyes de la energía que gobiernan el universo se enfrentan a nuestra inclinación a trascender constantemente nuestra sensación de aislamiento buscando la compañía de otros en organizaciones sociales consumidoras de energía cada vez más complejas. La dialéctica subyacente a la historia humana es un bucle continuo de retroalimentación entre la expansión de la empatía y el aumento de la entropía.
MÁS ALLÁ DE LA SUPERVIVENCIA
Para muchos especialistas, lo que ha impulsado esta dinámica empática no es sólo nuestra necesidad de sobrevivir y reproducirnos. Si sólo fuera una cuestión de supervivencia, seguiríamos viviendo como en el Paleolítico, en comunidades mucho más pequeñas.
Estos especialistas creen que entra en juego algo más profundo. Si somos por naturaleza una especie afectuosa y continuamente tratamos de ampliar y hacer más profundas las relaciones y conexiones con los demás, es porque deseamos ir más allá de nosotros mismos, formando comunidades más amplias, y porque estas estructuras sociales cada vez más complejas nos proporcionan el medio para lograrlo. Extendemos nuestro sistema nervioso central colectivo para abarcar más ámbitos de la existencia. Lo hacemos para hallar significado en la pertenencia a unos ámbitos de realidad cada vez más ricos y profundos. Para el polifacético erudito húngaro Michael Polanyi, el hombre es un «innovador y explorador que se vuelca con pasión en una existencia más cercana a la realidad».
La escritora Edith Cobb coincide con Polanyi, y aún va más allá cuando dice: Si el hombre es la evolución que se ha hecho consciente, sin duda ello se debe a que su propia conciencia se esfuerza por unirse al universo en esta búsqueda apasionada de mayores y más complejas relaciones temporales y espaciales. Para Cobb, existe una fuerza inherente en la biología humana, que es aún más poderosa que la clásica idea darwiníana de la reproducción: la necesidad de extender el yo en el tiempo y en el espacio —la necesidad de crear para vivir, para respirar, para ser, que en el fondo, sobrepasa la necesidad de la reproducción como función de la supervivencia personal.
Empezamos a vislumbrar la posibilidad de que, después de todo, el periplo humano tenga un propósito, de que la sensación cada vez más profunda de la propia identidad, la extensión de la empatía a otros ámbitos de la realidad más amplios e inclusivos y la expansión de la conciencia humana sea el proceso trascendente por el que exploramos el misterio de la existencia y descubrimos nuevos ámbitos de significado.
La sociedad exige ser social y ser social exige extensión empática.
Así pues, unas estructuras sociales más complejas dan lugar a más individualidad, a más contacto con personas diversas y a una probabilidad mayor de extender la empatía. Tradicionalmente, las poblaciones pequeñas han sido más cerradas y xenófobas. Al ser unas comunidades muy unidas, son mucho más proclives a considerar a los foráneos como extraños, como «otros». Por otro lado, el trato social y comercial cotidiano con personas muy diversas, habitual en la vida urbana, suele fomentar una sensibilidad más cosmopolita. Pero aquí se vuelve a plantear la misma contradicción. El precio que pagamos es más entropía en el medio. También podríamos invertir esta proposición y decir que, hasta ahora, las estructuras sociales complejas que exigen más energía y producen unos niveles más elevados de entropía también crean las condiciones para extender la empatía a una mayor diversidad de personas.
La trágica ironía de la historia es que nuestra empatía y nuestra sensibilidad aumentan a costa de provocar mayor consumo de energía y mayor daño entrópico al mundo que todos habitamos y del que dependemos para existir y perpetuarnos.
De ser verdad que la naturaleza humana es materialista, egoísta, utilitaria y se centra en la búsqueda del placer, habrá pocas esperanzas de resolver la paradoja empatía-entropía. Pero, si en un nivel más básico, la naturaleza humana está orientada al afecto, la compañía, la sociabilidad y la extensión empática, existe la posibilidad de que podamos resolver la paradoja y llegar a una solución que nos permita restablecer un equilibrio sostenible con la biosfera.
Poco a poco ha ido ganando fuerza una imagen nueva y radical de la naturaleza humana que tiene unas implicaciones revolucionarias para nuestra forma de entender y organizar las relaciones sociales y medioambientales en los siglos venideros. Hemos descubierto al Homo empathicus.
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