martes, 16 de noviembre de 2021

Texto para Finde otoño 2021

 

De un libro de Teilhard de Chardin titulado: EL PORVENIR DEL HOMBRE. Este primer capítulo está escrito el 10 de Agosto de 1920, apenas dos años después de finalizar la primera guerra mundial, donde participó como camillero y pudo ver de cerca la realidad de los sufrimientos de la llamada “Guerra de las trincheras”. En él tiene el valor de exponer su idea sobre lo que significa PROGRESO. Como científico y antropólogo tiene ya clara la importancia del “movimiento” tanto en la creación de las galaxias y en la formación geológica de las montañas, como en la evolución de las especies vivientes y en lo que él llama “la ascensión de la consciencia”. Sufrió la incomprensión y la censura de las autoridades de aquellos tiempos, pero también, con su honestidad profesional, supo encontrar el apoyo de las mentes más avanzadas de la época. Ha pasado junto un siglo desde que escribiera estas reflexiones, que tienen el valor de lo antiguo y el frescor de lo nuevo.

 

1.- NOTA SOBRE EL PROGRESO

Desde que un primer hombre, venciendo las apariencias, creyó descubrir que las estrellas no se hallaban fijas en sus órbitas, sino que su tranquila distribución dibujaba los remolinos de una estela formidable; desde que una primera voz resonó, gritando a cuantos dormitaban apaciblemente sobre la balsa de la Tierra: "¡Ved cómo nos movemos!", es dramático, contemplar a la Humanidad dividida en dos campos irreconciliables:

unos volcados hacia el horizonte, diciendo con toda su fe de neófitos: ¡Sí, avanzamos! y otros repitiendo sin siquiera moverse de su sitio: ¡No, nada cambia; no nos movemos!

Los "inmovilistas" tienen a su favor el sentido común, la rutina, el menor esfuerzo, el pesimismo, y hasta cierto punto, la moral. Desde que el hombre comunica su recuerdo del pasado, nada parece haberse movido: ni las ondulaciones del suelo terrestre, ni las formas de la Vida, ni el genio del Hombre, ni siquiera su bondad. El sufrimiento, la guerra, el vicio renacen con creciente virulencia. Incluso la búsqueda del Progreso no hace sino exacerbar estos males: querer cambiar implica destruir un orden trabajosamente alcanzado. ¿Dónde está el innovador que no haya vuelto a abrir la fuente de las lágrimas? En nombre de los hechos, en nombre del Orden establecido, prohibido que la Tierra se mueva. Nada cambia, ni puede cambiar. La balsa de la Tierra va errante, sin meta, sobre un mar sin orillas.

Sin embargo, la otra mitad de los Hombres, conmovida por el grito del vigía, ha dejado el círculo en que la tripulación, sentada junto al hogar doméstico, se cuenta siempre las mismas historias. Inclinados sobre el oscuro Océano, interrogan al golpear de las olas sobre las tablas de su balsa, aspiran los perfumes que trae la brisa, contemplan la procesión de sombras que surcan el horizonte. También para ellos, permaneciendo las mismas cosas, los ruidos del agua, el perfume del aire, las luces del cielo… todas ellas se entretejen y todo cobra un sentido. El Universo incoherente y estático se reviste de la figura de un movimiento. A nadie que haya tenido esta visión, podrá impedírsele que la conserve y la proclame. Quiero dar aquí razón y testimonio de mi fe en ella.

Es evidente que el Mundo es el resultado de un Movimiento. Ya sea la posición de las capas rocosas que envuelven la Tierra, o la agrupación de las formas vivas que la pueblan, o la variedad de las civilizaciones que comparten su dominio, se impone siempre la misma conclusión: en cada ser se recoge un pasado. Nada es comprensible sino recorriendo su historia. "Naturaleza" equivale a "devenir", a “hacerse”. Lo que significa que el Universo ha adquirido progresivamente las perfecciones que hoy día lo adornan. Ni siquiera el psiquismo más elevado que conocemos, el alma humana, queda fuera de esta ley. El alma ocupa un lugar perfectamente definido en la ascensión gradual de los vivientes hacia la conciencia; por eso también ella ha debido aparecer en la corriente de la movilidad general de las cosas. Esta génesis progresiva del Universo la perciben todos cuantos contemplan la Realidad, iluminada de tal forma, que se hace imposible cualquier duda. Digan lo que digan los adversarios que todavía se agitan en un Mundo imaginario, es innegable que el Cosmos se movió en otro tiempo, todo él, no sólo en su localización, sino en su entidad. Pero ¿se mueve todavía? Ese es el auténtico problema, el problema vivo y candente de la Evolución.

La paradoja de la Naturaleza es que parece que su plasticidad se ha detenido. Como una ola inmovilizada en una fotografía, o un torrente de lava sorprendido por un enfriamiento, las montañas y los vivientes de la tierra aparecen como un ímpetu “petrificado”. Pero desde lo alto y desde lejos, la Naturaleza parece maleable y moviente. La actual inmovilidad de la Naturaleza no suprime (como creen algunos) la certeza de su movilidad pasada. Lo que llamamos fijeza de los organismos actuales, puede que no sea más que un movimiento muy lento. Es verdad que todavía no llegamos a dominar el proceso de creación de la vida en nuestros laboratorios. Pero, ¿quién ha visto plegarse una capa geológica? Si no vemos como se alzan las cadenas de montañas es porque su elevación se produce a un ritmo tan lento que, desde que hay hombres, parece que nada ha acontecido.

Es innegable la plasticidad de la Naturaleza. Y es difícil probar su actual rigidez. Si hubiera que optar entre un transformismo o una fijeza totales, es decir, entre dos proposiciones extremas: "Todo se mueve incesantemente" y "Todo permanece siempre inmutable", tendríamos que optar por la primera. Pero existe una tercera hipótesis: que todo hubiera sido en otro tiempo móvil, y que todo se halle hoy irremediablemente fijo. Esta hipótesis de un cese definitivo en la evolución terrestre está inspirada, a mi entender, mucho menos por la no-variabilidad aparente de las formas actuales, como por un determinado estado general del Mundo, coincidente con este cese. Es extraordinario el hecho de que la transformación morfológica de los seres parece haberse hecho más lenta en el preciso momento en que emergía el pensamiento sobre la Tierra. Si se relaciona esta coincidencia con el hecho de que la única dirección constante seguida por la evolución biológica ha sido la progresión hacia un cerebro cada vez mayor, es decir, hacia una mayor conciencia, uno se pregunta, si el auténtico motor de todo el despliegue de las fuerzas animales no ha sido la "necesidad" de conocer, de pensar y una vez que esta necesidad halló su salida en el ser humano, ha cesado bruscamente la "presión " en todos los demás vivientes. A partir del Oligoceno conocemos muchas formas desaparecidas, pero con excepción de los Antropoides, ninguna especie realmente nueva. Este hecho puede explicarse por la extrema brevedad del Mioceno en relación con los demás períodos geológicos Pero, ¿no insinúa esto también que los elementos con psiquismo superior han absorbido todas las fuerzas disponibles de la Vida?

Si se quiere resolver el problema del Progreso del Universo, habría que aceptar que estamos en un Mundo, en el que todas las capacidades evolutivas se hubieran concentrado dentro del alma humana. Preguntarse si el Universo se desarrolla todavía, equivaldría a decidir si el espíritu humano se halla todavía en vías de evolución. Y a esto respondo sin vacilar: “sí”. El hombre, en su naturaleza, se halla todavía en pleno cambio. A nuestro alrededor prosigue sin tregua un movimiento evolutivo prodigioso, localizado en el campo de la conciencia (y conciencia colectiva).

¿Qué diferencia hay entre nosotros, ciudadanos del siglo XX, y los más remotos seres humanos, cuya alma no nos está totalmente oculta? ¿En qué podemos considerarnos superiores o más avanzados que ellos? Orgánicamente, las facultades de nuestros antepasados valían tanto como las nuestras. Desde mediados de la última época glaciar, algunos grupos humanos alcanzaron un florecimiento tal de sus capacidades estéticas, que podríamos suponer en ellos una inteligencia y sensibilidad, desarrolladas, hasta un punto que nosotros no hemos superado. Desde hace muchos milenios ya se habría alcanzado verosímilmente, una perfección máxima del elemento humano, de tal manera que, en nosotros, el instrumento del pensamiento y de la acción podría considerarse como definitivamente fijado.

Sí, pero por fortuna hay otra dimensión en la que hemos podido variar, y en la que seguimos variando. La superioridad que hemos adquirido con respecto al Hombre primitivo, y que nuestros descendientes acentuarán en proporciones insospechadas, es la de un mejor conocernos, y mejor situarnos en el espacio y en el tiempo, hasta el punto de que hemos llegado a ser conscientes de nuestras conexiones y de nuestra responsabilidad “universales”.

Superando las ilusiones de lo inmóvil, hemos amasado la superficie de la Tierra como una pequeña bola y la hemos lanzado a través de los astros. Hemos comprendido que ella no es más que un grano de polvo cósmico, y hemos descubierto, que un proceso ilimitado arrastraba las esferas de los cuerpos. Nuestros padres se imaginaban que habían aparecido ayer, y que llevaban cada uno en sí mismo el valor último de su existencia. Se consideraban contenidos en las dimensiones de sus limitados años terrestres. Nosotros hemos hecho estallar estas estrechas medidas. Humillados y engrandecidos por nuestros descubrimientos, nos hemos contemplado englobados en inmensas prolongaciones; y como si despertáramos de un sueño, comprendemos que nuestra grandeza consiste en servir, como “átomos” inteligentes, en la obra que se realiza dentro del Universo. Hemos descubierto que había un Todo, y nosotros somos sus elementos.

¿Qué representa esta conquista? ¿Señala sólo el establecimiento de unas relaciones ideales, lógicas, accesorias? ¿Es sólo, como generalmente se cree, un lujo intelectual? ¿Una curiosidad satisfecha? Grave error. La conciencia de nuestras relaciones físicas con todas las partes del Universo, que vamos adquiriendo gradualmente, constituye un auténtico engrandecimiento de nuestra personalidad. Significa que, en el campo exterior a nuestra propia carne, continúa formándose nuestro cuerpo auténtico y “total”.

Esto no es una afirmación "sentimental", sino prueba, de que la creciente “co-extensión” de nuestra “alma” al Mundo, mediante la conciencia de nuestras relaciones con todas las cosas, no es solo de orden lógico o ideal, sino que representa un auténtico progreso “orgánico”, continuación legítima del movimiento que ha hecho germinar la vida y dilatarse el cerebro. Esta “co-extensión” se traduce en una transformación del valor moral de nuestros actos, es decir, en una modificación de lo que hay de más vivo en nosotros.

Las posibilidades individuales de la acción humana, tal como las considera generalmente la teoría de los actos morales, no son modificadas en su esencia por el progreso del conocimiento humano. Y puesto que la voluntad de un hombre actual no es en sí misma, ni más enérgica, ni más recta que la de un Platón o de un San Agustín y porque la perfección moral individual se mide por la fidelidad de la libertad a adherirse al bien conocido (es decir, por ser relativa), no podemos pretender ser, en cuanto individuos, ni más morales ni más santos que nuestros padres.

Y sin embargo, hay que decirlo para nuestro honor y el de todos cuantos trabajaron en su realización, entre la acción de las gentes del siglo I y la nuestra, hay la misma diferencia, o tal vez más, que entre la acción de un joven de pocos años y la de un hombre maduro. ¿Por qué? Porque gracias a los progresos de la ciencia y del pensamiento, nuestra actual acción parte, para bien y para mal, de una base incomparablemente más amplia que la de los humanos anteriores, aunque sepamos reconocer que fueron ellos los que nos despejaron el paso hacia la luz. Cuando Platón obraba, probablemente no tenía conciencia de estar comprometiendo, mediante su libertad, más que una parcela del Mundo, estrechamente circunscrita en el espacio y en el tiempo. Cuando un hombre de hoy obra con plena conciencia, sabe que la acción elegida repercute sobre miles de siglos y millones de seres. Siente en sí la responsabilidad y la fuerza del Universo entero. A través del progreso, el acto del hombre (el hombre) no ha cambiado en cada individuo; pero el acto de la naturaleza humana (la humanidad) consciente, ha adquirido en todo hombre una plenitud absolutamente nueva. Pero además, ¿con qué derecho podemos comparar nuestra acción, a la de Platón y Agustín? Todas estas acciones son solidarias, y precisamente en mí, son ellos: Platón y Agustín, quienes una vez más, toman posesión del pleno dominio de su personalidad. Hay una acción conjunta humana que madura poco a poco bajo la multiplicidad de los actos individuales.

Admitiendo esta progresiva animación de lo real por la idea, es decir, una animación de la Materia por el Espíritu, hay filósofos que tratan de supeditar a ella la esperanza de una liberación terrestre, como si el alma humana pudiera un día ser capaz de dominar y vencer los sufrimientos y el mal. Por desgracia, esta esperanza no es creíble. Ninguna conmoción exterior, ninguna renovación interna podría cambiar el Universo actual, sin ser idéntica a una muerte: muerte del individuo, muerte de la raza, muerte del Cosmos. Una visión más realista y más cristiana, nos muestra a la Tierra caminando hacia un estado en el que el Hombre, siendo dueño por completo de su acción, de su fuerza, de su madurez, de su unidad, llegará a ser por fin una criatura adulta. En este apogeo de su responsabilidad y de su libertad, llevando en sus manos todo su porvenir y todo su pasado, escogerá entre la orgullosa autonomía o la amorosa “salida de uno mismo, dejando de creerse el centro”. Y entonces, en un acto, en el que se resumirá el trabajo de los siglos, un acto (al fin y por primera vez, totalmente humano) en el que intervendrá la justicia y donde todas las cosas serán renovadas. No pretendo decir que hay un progreso infalible; solo quiero dejar sentado que, para el conjunto de la Humanidad, existe un progreso ofrecido y esperado, que no se puede rechazar sin culpa.

El Progreso no es lo que piensa la gente, ni lo que le irrita por no verlo llegar nunca. El Progreso no es la dulzura, ni el bienestar, ni la paz. No es el descanso. El Progreso es esencialmente una Fuerza, la más peligrosa de todas las fuerzas. Es la Conciencia de todo cuanto “es” y de todo lo que “puede ser”. Aunque se levante un clamor indignado, hay que decirlo: “Ser” más es “saber” más. Así se explica el misterioso atractivo que mueve a los hombres de ciencia. Más fuerte que todos los fracasos y que todos los razonamientos, llevamos en nosotros el instinto de que, para ser fieles a la existencia, hay que saber, saber cada vez más, y para esto, buscar, buscar cada vez más. Si se piensa bien, el mundo del pensamiento ofrece un espectáculo extraordinario. Llevados por un inexplicable movimiento, los hombres más opuestos en educación y creencias se sienten hoy día muy cerca unos de otros, confundidos en la pasión común por esta doble verdad: que existe una unidad física de los hombres y que ellos son sus parcelas vivientes y activas.

Todo acontece como si se subiese una nueva y poderosa montaña a través del mundo de las almas, reuniendo, sobre cada una de las vertientes, a adversarios y amigos de ayer. Por un lado, la visión rigorista y estéril de un Universo hecho de piezas invariables y yuxtapuestas. Y por otro, el entusiasmo, el culto, la comunicación de una verdad viva, que se construye a partir de toda acción y de toda voluntad. Allí, un grupo de hombres asociados en su defensa por la fuerza del pasado. Aquí, una confluencia de neófitos, seguros de su verdad, fuertes por su mutua comprensión, que sienten como definitiva y total.

Se tiende a que no haya más que dos tipos de mentalidades. Y se da la inquietante circunstancia de que parece como si toda la potencia mística natural, toda la energía humana fuesen a encontrarse y concentrarse en una sola dirección... ¿Qué significa este fenómeno? Algunos dirán que representa una moda o incluso la exageración de una fuerza que ha cooperado a crear el equilibrio del pensamiento humano. Pero yo pienso que en ello hay que ver algo más. Es un movimiento que lleva irresistiblemente a todas las mentes, todavía móviles, a una filosofía, cuya peculiaridad es ser al mismo tiempo un sistema teórico, una norma de acción, una religión y un presentimiento. Un movimiento que anuncia y prepara una realización efectiva, física, de todos los seres.

Decíamos que el progreso está encaminado a hacer surgir de nuestra raza una acción reflexiva, una opción plenamente humana. Pero ese esfuerzo vital no debe entenderse como realizado individualmente en el secreto de cada persona. Para apreciar y medir el progreso es necesario superar el punto de vista individual. La entidad llamada a realizar el acto definitivo en el que cristalizará y florecerá la fuerza total de la evolución terrestre ha de ser una humanidad colectiva, en la que la plena conciencia de cada individuo se apoyará sobre la de todos los demás, tanto de los que estén vivos, como de los que ya no existan.

Recordemos tal o cual momento de la guerra, cuando arrastrados por la fuerza de una pasión colectiva, teníamos la intuición de estar accediendo a un nivel superior de la existencia humana... Todas estas reservas espirituales ¿no son indicio de que la creación dura todavía, y que aún no somos capaces de expresar la magnitud de la vocación humana?

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