De un libro de Teilhard de
Chardin titulado: EL PORVENIR DEL HOMBRE.
Este primer capítulo está escrito el 10 de Agosto de 1920, apenas dos años
después de finalizar la primera guerra mundial, donde participó como camillero
y pudo ver de cerca la realidad de los sufrimientos de la llamada “Guerra de
las trincheras”. En él tiene el valor de exponer su idea sobre lo que significa
PROGRESO. Como científico y
antropólogo tiene ya clara la importancia del “movimiento” tanto en la creación de las galaxias y en la formación
geológica de las montañas, como en la evolución de las especies vivientes y en
lo que él llama “la ascensión de la consciencia”. Sufrió la incomprensión y la
censura de las autoridades de aquellos tiempos, pero también, con su honestidad
profesional, supo encontrar el apoyo de las mentes más avanzadas de la época.
Ha pasado junto un siglo desde que escribiera estas reflexiones, que tienen el
valor de lo antiguo y el frescor de lo nuevo.
1.- NOTA SOBRE EL PROGRESO
Desde que un primer hombre, venciendo las apariencias, creyó descubrir que las estrellas no se hallaban fijas en sus órbitas, sino que su tranquila distribución dibujaba los remolinos de una estela formidable; desde que una primera voz resonó, gritando a cuantos dormitaban apaciblemente sobre la balsa de la Tierra: "¡Ved cómo nos movemos!", es dramático, contemplar a la Humanidad dividida en dos campos irreconciliables:
unos volcados hacia el horizonte, diciendo con toda su fe de neófitos: ¡Sí, avanzamos! y otros repitiendo sin siquiera moverse de su sitio: ¡No, nada cambia; no nos movemos!Los "inmovilistas" tienen a su favor el sentido común, la
rutina, el menor esfuerzo, el pesimismo, y hasta cierto punto, la moral. Desde
que el hombre comunica su recuerdo del pasado, nada parece haberse movido: ni
las ondulaciones del suelo terrestre, ni las formas de la Vida, ni el genio del
Hombre, ni siquiera su bondad. El sufrimiento, la guerra, el vicio renacen con
creciente virulencia. Incluso la búsqueda del Progreso no hace sino exacerbar
estos males: querer cambiar implica destruir un orden trabajosamente alcanzado.
¿Dónde está el innovador que no haya vuelto a abrir la fuente de las lágrimas?
En nombre de los hechos, en nombre del Orden establecido, prohibido que la
Tierra se mueva. Nada cambia, ni puede cambiar. La balsa de la Tierra va
errante, sin meta, sobre un mar sin orillas.
Sin embargo, la otra mitad de los Hombres, conmovida por el grito del
vigía, ha dejado el círculo en que la tripulación, sentada junto al hogar
doméstico, se cuenta siempre las mismas historias. Inclinados sobre el oscuro
Océano, interrogan al golpear de las olas sobre las tablas de su balsa, aspiran
los perfumes que trae la brisa, contemplan la procesión de sombras que surcan
el horizonte. También para ellos, permaneciendo las mismas cosas, los ruidos
del agua, el perfume del aire, las luces del cielo… todas ellas se entretejen y
todo cobra un sentido. El Universo incoherente y estático se reviste de la
figura de un movimiento. A nadie que haya tenido esta visión, podrá impedírsele
que la conserve y la proclame. Quiero dar aquí razón y testimonio de mi fe en
ella.
Es evidente que el Mundo es el resultado de un Movimiento. Ya sea la
posición de las capas rocosas que envuelven la Tierra, o la agrupación de las
formas vivas que la pueblan, o la variedad de las civilizaciones que comparten
su dominio, se impone siempre la misma conclusión: en cada ser se recoge un
pasado. Nada es comprensible sino recorriendo su historia.
"Naturaleza" equivale a "devenir", a “hacerse”. Lo que
significa que el Universo ha adquirido progresivamente las perfecciones que hoy
día lo adornan. Ni siquiera el psiquismo más elevado que conocemos, el alma
humana, queda fuera de esta ley. El alma ocupa un lugar perfectamente definido
en la ascensión gradual de los vivientes hacia la conciencia; por eso también
ella ha debido aparecer en la corriente de la movilidad general de las cosas.
Esta génesis progresiva del Universo la perciben todos cuantos contemplan la
Realidad, iluminada de tal forma, que se hace imposible cualquier duda. Digan
lo que digan los adversarios que todavía se agitan en un Mundo imaginario, es innegable
que el Cosmos se movió en otro tiempo, todo él, no sólo en su localización,
sino en su entidad. Pero ¿se mueve todavía? Ese es el auténtico problema, el
problema vivo y candente de la Evolución.
La paradoja de la Naturaleza es que parece que su plasticidad se ha
detenido. Como una ola inmovilizada en una fotografía, o un torrente de lava
sorprendido por un enfriamiento, las montañas y los vivientes de la tierra
aparecen como un ímpetu “petrificado”. Pero desde lo alto y desde lejos, la
Naturaleza parece maleable y moviente. La actual inmovilidad de la Naturaleza
no suprime (como creen algunos) la certeza de su movilidad pasada. Lo que
llamamos fijeza de los organismos actuales, puede que no sea más que un
movimiento muy lento. Es verdad que todavía no llegamos a dominar el proceso de
creación de la vida en nuestros laboratorios. Pero, ¿quién ha visto plegarse
una capa geológica? Si no vemos como se alzan las cadenas de montañas es porque
su elevación se produce a un ritmo tan lento que, desde que hay hombres, parece
que nada ha acontecido.
Es innegable la plasticidad de la Naturaleza. Y es difícil probar su
actual rigidez. Si hubiera que optar entre un transformismo o una fijeza
totales, es decir, entre dos proposiciones extremas: "Todo se mueve incesantemente"
y "Todo permanece siempre inmutable", tendríamos que optar por la
primera. Pero existe una tercera hipótesis: que todo hubiera sido en otro
tiempo móvil, y que todo se halle hoy irremediablemente fijo. Esta hipótesis de
un cese definitivo en la evolución terrestre está inspirada, a mi entender,
mucho menos por la no-variabilidad aparente de las formas actuales, como por un
determinado estado general del Mundo, coincidente con este cese. Es
extraordinario el hecho de que la transformación morfológica de los seres
parece haberse hecho más lenta en el preciso momento en que emergía el
pensamiento sobre la Tierra. Si se relaciona esta coincidencia con el hecho de
que la única dirección constante seguida por la evolución biológica ha sido la
progresión hacia un cerebro cada vez mayor, es decir, hacia una mayor
conciencia, uno se pregunta, si el auténtico motor de todo el despliegue de las
fuerzas animales no ha sido la "necesidad" de conocer, de pensar y
una vez que esta necesidad halló su salida en el ser humano, ha cesado
bruscamente la "presión " en todos los demás vivientes. A partir del
Oligoceno conocemos muchas formas desaparecidas, pero con excepción de los
Antropoides, ninguna especie realmente nueva. Este hecho puede explicarse por
la extrema brevedad del Mioceno en relación con los demás períodos geológicos
Pero, ¿no insinúa esto también que los elementos con psiquismo superior han
absorbido todas las fuerzas disponibles de la Vida?
Si se quiere resolver el problema del Progreso del Universo, habría que
aceptar que estamos en un Mundo, en el que todas las capacidades evolutivas se
hubieran concentrado dentro del alma humana. Preguntarse si el Universo se
desarrolla todavía, equivaldría a decidir si el espíritu humano se halla
todavía en vías de evolución. Y a esto respondo sin vacilar: “sí”. El hombre, en su naturaleza,
se halla todavía en pleno cambio. A nuestro alrededor prosigue sin tregua un
movimiento evolutivo prodigioso, localizado en el campo de la conciencia (y
conciencia colectiva).
¿Qué diferencia hay entre nosotros, ciudadanos del siglo XX, y los más
remotos seres humanos, cuya alma no nos está totalmente oculta? ¿En qué podemos
considerarnos superiores o más avanzados que ellos? Orgánicamente, las
facultades de nuestros antepasados valían tanto como las nuestras. Desde
mediados de la última época glaciar, algunos grupos humanos alcanzaron un
florecimiento tal de sus capacidades estéticas, que podríamos suponer en ellos
una inteligencia y sensibilidad, desarrolladas, hasta un punto que nosotros no
hemos superado. Desde hace muchos milenios ya se habría alcanzado
verosímilmente, una perfección máxima del elemento humano, de tal manera que,
en nosotros, el instrumento del pensamiento y de la acción podría considerarse
como definitivamente fijado.
Sí, pero por fortuna hay otra dimensión en la que hemos podido variar,
y en la que seguimos variando. La superioridad que hemos adquirido con respecto
al Hombre primitivo, y que nuestros descendientes acentuarán en proporciones
insospechadas, es la de un mejor conocernos, y mejor situarnos en el espacio y
en el tiempo, hasta el punto de que hemos llegado a ser conscientes de nuestras
conexiones y de nuestra responsabilidad “universales”.
Superando las ilusiones de lo inmóvil, hemos amasado la superficie de
la Tierra como una pequeña bola y la hemos lanzado a través de los astros.
Hemos comprendido que ella no es más que un grano de polvo cósmico, y hemos
descubierto, que un proceso ilimitado arrastraba las esferas de los cuerpos.
Nuestros padres se imaginaban que habían aparecido ayer, y que llevaban cada
uno en sí mismo el valor último de su existencia. Se consideraban contenidos en
las dimensiones de sus limitados años terrestres. Nosotros hemos hecho estallar
estas estrechas medidas. Humillados y engrandecidos por nuestros
descubrimientos, nos hemos contemplado englobados en inmensas
prolongaciones; y como si despertáramos de un sueño, comprendemos que nuestra
grandeza consiste en servir, como “átomos” inteligentes, en la obra que se
realiza dentro del Universo. Hemos descubierto que había un Todo, y nosotros
somos sus elementos.
¿Qué representa esta conquista? ¿Señala sólo el establecimiento de unas
relaciones ideales, lógicas, accesorias? ¿Es sólo, como generalmente se cree,
un lujo intelectual? ¿Una curiosidad satisfecha? Grave error. La conciencia
de nuestras relaciones físicas con todas las partes del Universo, que vamos
adquiriendo gradualmente, constituye un auténtico engrandecimiento de nuestra
personalidad. Significa que, en el campo exterior a nuestra propia carne,
continúa formándose nuestro cuerpo auténtico y “total”.
Esto no es una afirmación "sentimental", sino prueba, de que
la creciente “co-extensión” de nuestra “alma” al Mundo, mediante la conciencia
de nuestras relaciones con todas las cosas, no es solo de orden lógico o
ideal, sino que representa un auténtico progreso “orgánico”, continuación legítima del movimiento que ha hecho
germinar la vida y dilatarse el cerebro. Esta “co-extensión” se traduce en una
transformación del valor moral de nuestros actos, es decir, en una modificación
de lo que hay de más vivo en nosotros.
Las posibilidades individuales de la acción humana, tal como las
considera generalmente la teoría de los actos morales, no son modificadas en su
esencia por el progreso del conocimiento humano. Y puesto que la voluntad de un
hombre actual no es en sí misma, ni más enérgica, ni más recta que la de un
Platón o de un San Agustín y porque la perfección moral individual se mide por
la fidelidad de la libertad a adherirse al bien conocido (es decir, por ser
relativa), no podemos pretender ser, en cuanto individuos, ni más
morales ni más santos que nuestros padres.
Y sin embargo, hay que decirlo para nuestro honor y el de todos cuantos
trabajaron en su realización, entre la acción de las gentes del siglo I y la
nuestra, hay la misma diferencia, o tal vez más, que entre la acción de un
joven de pocos años y la de un hombre maduro. ¿Por qué? Porque gracias a los
progresos de la ciencia y del pensamiento, nuestra actual acción parte, para
bien y para mal, de una base incomparablemente más amplia que la de los humanos
anteriores, aunque sepamos reconocer que fueron ellos los que nos despejaron el
paso hacia la luz. Cuando Platón obraba, probablemente no tenía conciencia de
estar comprometiendo, mediante su libertad, más que una parcela del Mundo,
estrechamente circunscrita en el espacio y en el tiempo. Cuando un hombre de
hoy obra con plena conciencia, sabe que la acción elegida repercute
sobre miles de siglos y millones de seres. Siente en sí la responsabilidad y la
fuerza del Universo entero. A través del progreso, el acto del hombre (el
hombre) no ha cambiado en cada individuo; pero el acto de la naturaleza humana
(la humanidad) consciente, ha adquirido en todo hombre una plenitud
absolutamente nueva. Pero además, ¿con qué derecho podemos comparar nuestra
acción, a la de Platón y Agustín? Todas estas acciones son solidarias, y
precisamente en mí, son ellos: Platón y Agustín, quienes una vez más, toman
posesión del pleno dominio de su personalidad. Hay una acción conjunta
humana que madura poco a poco bajo la multiplicidad de los actos
individuales.
Admitiendo esta progresiva animación de lo real por la idea, es decir,
una animación de la Materia por el Espíritu, hay filósofos que tratan de
supeditar a ella la esperanza de una liberación terrestre, como si el alma
humana pudiera un día ser capaz de dominar y vencer los sufrimientos y el mal.
Por desgracia, esta esperanza no es creíble. Ninguna conmoción exterior,
ninguna renovación interna podría cambiar el Universo actual, sin ser idéntica
a una muerte: muerte del individuo, muerte de la raza, muerte del Cosmos. Una
visión más realista y más cristiana, nos muestra a la Tierra caminando hacia un
estado en el que el Hombre, siendo dueño por completo de su acción, de su
fuerza, de su madurez, de su unidad, llegará a ser por fin una criatura adulta.
En este apogeo de su responsabilidad y de su libertad, llevando en sus manos
todo su porvenir y todo su pasado, escogerá entre la orgullosa autonomía o la
amorosa “salida de uno mismo, dejando de creerse el centro”. Y entonces, en un
acto, en el que se resumirá el trabajo de los siglos, un acto (al fin y por
primera vez, totalmente humano) en el que intervendrá la justicia y donde todas
las cosas serán renovadas. No pretendo decir que hay un progreso infalible;
solo quiero dejar sentado que, para el conjunto de la Humanidad, existe un
progreso ofrecido y esperado, que no se puede rechazar sin culpa.
El Progreso no es lo que piensa la gente, ni lo que le irrita por no
verlo llegar nunca. El Progreso no es la dulzura, ni el bienestar, ni la paz.
No es el descanso. El Progreso es esencialmente una Fuerza, la más peligrosa
de todas las fuerzas. Es la Conciencia de todo cuanto “es” y de todo lo que
“puede ser”. Aunque se levante un clamor indignado, hay que decirlo: “Ser”
más es “saber” más. Así se explica el misterioso atractivo que mueve a los
hombres de ciencia. Más fuerte que todos los fracasos y que todos los
razonamientos, llevamos en nosotros el instinto de que, para ser fieles a la
existencia, hay que saber, saber cada vez más, y para esto, buscar, buscar cada
vez más. Si se piensa bien, el mundo del pensamiento ofrece un espectáculo
extraordinario. Llevados por un inexplicable movimiento, los hombres más
opuestos en educación y creencias se sienten hoy día muy cerca unos de otros,
confundidos en la pasión común por esta doble verdad: que existe una unidad
física de los hombres y que ellos son sus parcelas vivientes y activas.
Todo acontece como si se subiese una nueva y poderosa montaña a través
del mundo de las almas, reuniendo, sobre cada una de las vertientes, a
adversarios y amigos de ayer. Por un lado, la visión rigorista y estéril de un
Universo hecho de piezas invariables y yuxtapuestas. Y por otro, el entusiasmo,
el culto, la comunicación de una verdad viva, que se construye a partir de toda
acción y de toda voluntad. Allí, un grupo de hombres asociados en su defensa
por la fuerza del pasado. Aquí, una confluencia de neófitos, seguros de su
verdad, fuertes por su mutua comprensión, que sienten como definitiva y total.
Se tiende a que no haya más que dos tipos de mentalidades. Y se da la
inquietante circunstancia de que parece como si toda la potencia mística
natural, toda la energía humana fuesen a encontrarse y concentrarse en una sola
dirección... ¿Qué significa este fenómeno? Algunos dirán que representa una
moda o incluso la exageración de una fuerza que ha cooperado a crear el
equilibrio del pensamiento humano. Pero yo pienso que en ello hay que ver algo
más. Es un movimiento que lleva irresistiblemente a todas las mentes,
todavía móviles, a una filosofía, cuya peculiaridad es ser al mismo tiempo un
sistema teórico, una norma de acción, una religión y un presentimiento. Un
movimiento que anuncia y prepara una realización efectiva, física, de todos los
seres.
Decíamos que el progreso está encaminado a hacer surgir de nuestra raza
una acción reflexiva, una opción plenamente humana. Pero ese esfuerzo vital no
debe entenderse como realizado individualmente en el secreto de cada persona.
Para apreciar y medir el progreso es necesario superar el punto de vista
individual. La entidad llamada a realizar el acto definitivo en el que
cristalizará y florecerá la fuerza total de la evolución terrestre ha de ser
una humanidad colectiva, en la que la plena conciencia de cada individuo
se apoyará sobre la de todos los demás, tanto de los que estén vivos, como de
los que ya no existan.
Recordemos tal o cual momento de la guerra, cuando arrastrados por la
fuerza de una pasión colectiva, teníamos la intuición de estar accediendo a un
nivel superior de la existencia humana... Todas estas reservas espirituales ¿no
son indicio de que la creación dura todavía, y que aún no somos capaces de
expresar la magnitud de la vocación humana?
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