LO QUE YO CREO. TEILHAR DE CHARDIN
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Creo que la evolución se
dirige hacia el Espíritu.
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Creo que el Universo es
una Evolución.
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Creo que el Espíritu
desemboca en lo Personal.
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Creo que lo Personal
Supremo es el Cristo Universal
4. La fe en la personalidad
He aquí, pues, que, por pasos, mi fe inicial en el Mundo se ha cambiado irresistiblemente en una fe en la espiritualidad creciente e indestructible del Mundo. De hecho, esta perspectiva es simplemente aquella a la que se adhieren, más o menos confusamente, la mayoría de los espíritus de tipo «monista»; sería difícil, en efecto, salvar de otro modo «el fenómeno humano». ¿Pero bajo qué forma representarnos el término inmortal de la evolución universal? Aquí, las creencias divergen. Preguntad a un «monista» cómo se figura el Espíritu final del Universo. Nueve veces de cada diez os responderá: «Como un vasto poder impersonal, en el que irán a sumergirse nuestras personalidades». Ahora bien, la convicción que voy a tratar de defender aquí es precisamente, a la inversa, que si hay irreversiblemente vida delante de nosotros, esto que llamamos Viviente tiene que culminar en algo Personal donde habremos de encontrarnos a nosotros mismos «sobre-personalizados». ¿Cómo justificar esta nueva etapa en la explicación de mi fe?
Simplemente,
también aquí, obedeciendo a las sugestiones de lo Real, armonizado hasta el
fin, en su totalidad.
La
idea, tan extendida, de que el Todo, incluso reducido a la forma de Espíritu,
no puede ser sino impersonal, tiene evidentemente su origen en una ilusión
espacial. A nuestro alrededor, lo «personal» es siempre un «elemento» (una
mónada); y el Universo, por el contrario, se manifiesta sobre todo a nuestra
experiencia mediante actividades difusas. De ahí la impresión tenaz de que lo
personal es un atributo exclusivo de lo «particular en cuanto tal», y que por consiguiente tiene que ir decreciendo a
medida que se lleva a cabo la unificación total.
(pg. 98 del texto)
Pero una
impresión como ésta, en el punto al que he llegado en el desenvolvimiento de mi
fe, no resiste a la reflexión. El Espíritu del Mundo, tal y como se me ha presentado
al nacer, no es un fluido, ni un éter, ni una energía. Completamente diferente
de esas vaporosas materialidades, las innumerables conquistas de la vida se agrupan
y se organizan, en su esencia, en una adquisición gradual de consciencia.
Espíritu de síntesis y de sublimación, lo he definido más arriba. ¿De acuerdo
con qué proceso de analogía nos lo podemos imaginar? ¿Acaso relajando nuestro
centro individual de reflexión y de afección? De ningún modo. Sino, al
contrario, apretando éste, cada vez, más allá de sí mismo. El ser
«personalizado», que nos constituye como humanos, es el estado más elevado bajo
el que nos es dado percibir la trama del Mundo. Llevada a su consumación, esta
sustancia tiene que seguir poseyendo, en un grado supremo, nuestra perfección
más preciosa. Desde ese momento ya no puede ser sino «super-consciente», es
decir, =super-personal». Os irritáis ante la idea de un Universo personal. La
asociación de estos os parece monstruosa. Ilusión espacial, volveré a repetir.
En lugar de contemplar el Cosmos por el lado de su esfera exterior, material, volveos
hacia el punto en el que todos los radios se juntan! También allí, reducido a
la unidad, existe el Todo, y lo podréis percibir en su totalidad concentrado en
ese punto.
Así, en
lo que me concierne, yo no soy capaz de concebir una evolución hacia el
Espíritu que no desemboque en una suprema Personalidad. El Cosmos, a fuerza de
converger, no puede Fraguar en Algo:
como ya lo ha hecho parcial y elementalmente en el caso del hombre, tiene que
terminar en Alguien. Pero entonces se
plantea una cuestión subsidiaria: ¿qué quedará de cada uno de nosotros dentro
de esta última conciencia que el Universo alcanzará de sí mismo?
De por
sí, a decir verdad, el problema de una sobrevida personal no me inquieta
demasiado. Desde el momento en que el fruto de mi vida se ve asumido en algo
Inmortal, ¿qué me importa conservar egoístamente la conciencia y la dicha? Con
toda sinceridad, mi felicidad personal no me interesa: basta, para ella, que lo
mejor de mí mismo pase, para siempre, a algo más bello y más grande que yo.
Pero es
aquí precisamente donde brota la necesidad, desde el Corazón mismo de mi
indiferencia por sobrevivir. Lo mejor de mí mismo, acabo de decir. ¿Pero cuál
es entonces esa preciosa parcela que el Todo espera poder cosechar en mí? ¿Una
idea que habrá brotado en mi pensamiento? ¿Una palabra que habré dicho? ¿Una luz
que habré hecho brillar?..
(pg. 99 del texto)
¡Todo
esto es manifiestamente insuficiente! Admitamos que yo soy uno de esos raros
seres humanos cuya huella visible no se desvanece como la estela del navío.
Admitamos también, y supongamos como sea posible, la parte (muy real) de influencias
imponderables que cada ser viviente ejerce sin advertirlo sobre el Universo a
su alrededor. ¿Qué representa esta fracción utilizada de mi energía en
comparación con el foco de pensamiento y de afección que constituye “mi alma”?
La tarea de mi vida, sin duda, se halla representada de alguna manera por algo
que pasa de mí a los demás. Pero mucho más por lo que he llegado a realizar de
incomunicable, de único, en el fondo de mí mismo. Mi personalidad, o sea, el
centro particular de percepciones y de amor en cuyo desarrollo consiste mí
vida; he aquí mi verdadero tesoro. He aquí, por consiguiente, el único valor
cuyo precio y conservación pueden interesar y justificar mi esfuerzo. Y he aquí
por tanto la porción por excelencia de mi ser que no puede dejar perder el
Centro en el que convergen todas las riquezas sublimadas del Universo.
Pero,
¿cómo va a poder llevarse a cabo esta transmisión de mí "mismo al Otro,
requerida simultáneamente por las exigencias de mi acción y por el éxito del
Universo? ¿Voy a despojarme de lo que es «yo» para dárselo a «él» Parece que a
veces tenemos la impresión de «que semejante ademán es posible. ¡Pero qué
ilusión! Reflexionemos un minuto. Y reconoceremos que nuestras cualidades personales
no son una llama de la que nos podamos desprender al comunicarla. Tal vez
estábamos pensando en despojarnos de ellas como de una vestidura que se regala.
Pero ellas coinciden precisamente con la sustancia de nuestro ser, tejidas como
están en sus fibras por la conciencia que de ellas tenemos. Lo que tiene que
ser preservado en la consumación universal, es nada menos que las propiedades
de nuestro centro, y por tanto este centro mismo; y por tanto eso precisamente
mediante lo cual nuestro pensamiento reflexiona sobre sí mismo. La realidad en
la que culmina el Universo no puede en consecuencia desarrollarse a partir de
nosotros más que conservándonos: en la Personalidad suprema, no podemos por
menos de encontrarnos personalmente inmortalizados.
Os
asombra esta perspectiva. Pero eso quiere decir que, bajo una de sus múltiples
formas, os sigue teniendo ofuscados la ilusión materialista, como ha ofuscado a
la mayoría de los panteísmos. Casi invenciblemente, como recordaba al comienzo
de este apartado, nos imaginamos el gran Todo bajo la figura de un océano
inmenso en el que vienen a desaparecer los hilillos del ser individual. Es el
mar en el que se disuelve el grano de sal, el fuego en el que la paja se
volatiliza...
(pg.
100)
Unirse
a él equivale por tanto a perderse. Pero es que justamente esta imagen es falsa
(quisiera poder gritar yo a los hombres), y contraría a cuanto he visto
aparecérseme de más claro en el curso de mi despertar a la fe. No, el Todo no
es la inmensidad enrarecida, y por tanto disolvente, en la que buscáis su imagen,
sino que, por el contrario, es como nosotros esencialmente un centro, con las
cualidades propias de un centro. Ahora bien, ¿cuál es la única manera que tiene
un centro de formarse y nutrirse? ¿Acaso descomponiendo los centros inferiores
que caen bajo su dominio? De ningún modo, sino reforzándolos a su propia imagen.
Su manera propia de disolver consiste en unificar aún más. Para la mónada
humana, fundirse en el Universo quiere decir verse super-personalizada.
Aquí se
detienen y culminan los desarrollos individuales de mi fe, en un punto en el
que, aunque me aconteciera llegar a perder la confianza en cualquier religión
revelada, pienso que me seguiría sintiendo sólidamente aferrado. Etapa tras
etapa, mi creencia inicial en el Mundo ha ido adquiriendo figura. Lo que al
principio no era más que una intuición confusa de la unidad universal se ha
convertido en sentimiento razonado y definido de una Presencia. Ahora, yo sé
que me hallo vinculado al Mundo y que volveré a él, no sólo con las cenizas de
mi carne, sino con todas las capacidades desarrolladas de mi pensamiento y de
mi corazón. Puedo amarlo. Y puesto que, de esta suerte, comienza a dibujárseme
en la actualidad en el Cosmos una esfera superior de lo Personal y de las
relaciones personales, comienzo a sospechar que ciertas atracciones y
direcciones de naturaleza intelectual podrían muy bien envolverme y hablarme.
Una presencia no es nunca muda.
(pg. 101
del texto)
ADVERTENCIA:
FINAL
En este
camino, abierto ya desde ahora, no me corresponde evidentemente —no corresponde
a nadie, de hecho— pronosticar con certeza hasta dónde va a llegar el
cristianismo de mañana.
No
obstante, ante mi espíritu se presenta una posibilidad sobre la que desearía
insistir para concluir.
Por
divina e inmortal que sea la Iglesia, no puede escapar enteramente a la
necesidad universal en la que se encuentran los organismos, cualesquiera que sean,
de rejuvenecerse periódicamente.
Después
de una fase juvenil de expansión, todo crecimiento se detiene y se aquieta. Es
inútil tratar de buscar en otra parte la razón de la desaceleración de que se
quejan las encíclicas, cuando nos hablan de estos últimos siglos «en los que se
enfría la fe». Es que el cristianismo tiene ya dos mil años de existencia, y
por consiguiente ha llegado ya el momento para él (como para cualquier otra
realidad física) de un rejuvenecimiento necesario mediante infusión de elementos
nuevos.
Ahora
bien, ¿dónde encontrará el principio de semejante rejuvenecimiento?
En mi
opinión, sólo en las fuentes ardientes, acabadas de abrir, de la
«humanización».
El
ascenso persistente de la Humanidad en el cielo del pensamiento moderno no ha
cesado, desde hace un siglo, de preocupar y de turbar a los defensores de la religión.
Han intentado constantemente poner en duda la realidad, o disminuir el fulgor
de este astro huevo, en el que creían ver un rival de Dios.
Si no
me equivoco, muy otra es la significación del fenómeno.
Y muy
otra, en consecuencia, tiene que ser respecto a él nuestra reacción.
Yo
diría que no sólo no se contradicen en absoluto progreso humano y reino de
Dios; que no sólo las dos atracciones pueden alinearse la una sobre la otra sin
perturbarse; sino que de esta conjunción jerarquizada se dispone verosímilmente
a brotar el renacimiento cuya hora parece biológicamente haber llegado.
(pg. 124 del texto)
Ya
sería mucho que, yuxtapuestas la una a la otra, en un mismo Universo, fe en el
Mundo y fe en Cristo fuesen conciliables, y hasta adicionables. Pero podemos
barruntar y ambicionar algo más.
El gran
acontecimiento que se prepara, y al que hemos de colaborar, ¿no consistirá en
que, nutridas, aumentadas, fecundadas la una por la otra, estas dos corrientes
espirituales hagan emerger el cristianismo, por síntesis, en una esfera nueva,
precisamente aquella en la que, combinando en sí mismo las energías del Cielo y
las de la Tierra, vendrá a colocarse sobrenaturalmente el Redentor, en virtud de
nuestra fe, en el mismo foco en el que convergen naturalmente, en virtud de nuestra
ciencia, los radios de la evolución?
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