Documento 2
DIOS
EN UN POSTCRISTIANO
Jesús Mora, de su
blog “Mensaje en una botella”
Datos
personales
No hay conversación
aparentemente más sencilla que una sobre Dios y, sin embargo, no hay
conversación en el fondo más complicada que una sobre Dios en la medida en que
creemos que nos encontramos hablando de lo mismo y, sin embargo, lo más
frecuente es que hablemos de cosas absolutamente distintas, en la medida en que
la imagen de Dios, su concepto, pudiera ser que fueran completamente
diferentes. Nunca nos comprenderemos y, por lo tanto, nunca nos convenceremos,
creemos saber lo que el otro dice y ante eso argumentamos lo que consideramos
más convincente, pero se trata de un esfuerzo inútil pues no sabemos en
realidad de qué está hablando el otro,
cuál es su concepto de Dios, este puede
ser muy complejo o muy simple, tanto en un lado como en el otro, tanto el
creyente como el no creyente pueden encontrarse anclados en un concepto fósil
de Dios, en una imagen fosilizada, absolutamente infantil.
Quizás la conversación
inicial no ha de ser si existe o no existe Dios, sino cuál es el concepto de
Dios que manejamos partiendo siempre de un convencimiento inicial: alcanzar a
comprender y a definir correctamente a ese Dios se trata de un intento
condenado al fracaso, es como si una de nuestras células intentará definir como
somos nosotros; yo sólo puedo ser para ella una hipótesis sobre la que
elucubrar, será imposible para ella llegar a comprenderme pero, no obstante,
ella está aquí y yo también lo estoy. Esta imposibilidad no es algo que deba
desanimar el intento, al contrario, se trata de un esfuerzo que nos engrandece
en la medida en que nos introduce en un mundo de profundidad y trascendencia,
un intento de ir más allá de nosotros mismos, de romper las barreras que
intentan limitarnos.
Las posiciones ante ese
dios parecen encontrarse entre dos extremos, el del creyente y el del ateo, el
que afirma y el que niega, ambas posiciones dan tranquilidad aunque no tengamos
claro qué es lo que afirmamos y qué es lo que negamos. El ateo no deja de ser
otro creyente pues a menudo niega sin más pero un concepto, como he dicho
antes, fosilizado. Es difícil encontrar imágenes más infantiles de Dios que las
que maneja un ateo ejerciendo como tal. Entre medias parece encontrarse la
posición del agnóstico que en su visión simplista renuncia a preguntarse por
Dios pues se trata de una pregunta sin respuesta certera, imposible por
definición.
¿Merece pues la pena
preguntarse sobre Dios? Creo que sí, por supuesto, sabiendo que es imposible, y
que en realidad lo que estamos haciendo es preguntarnos por nosotros mismos,
por nuestra relación con el absoluto, con la naturaleza, con la humanidad, con
nosotros mismos. Quizás la primera pregunta a hacerse es de qué hablamos cuando
hablamos de Dios y si ese término en concreto es el adecuado o es necesario
sustituirlo por otro en la medida en que hablar de Dios es hablar de ese
absoluto abstracto que es necesario ir concretando, es hablar de esa naturaleza
que nos rodea, de esa humanidad con la que nos relacionamos, de todo aquello
que hay más allá de nosotros mismos y que desconocemos, de toda una energía
oscura con la que llegamos a la conclusión de que no somos el centro de nada y
que es inmensa nuestra ignorancia.
La pregunta a hacer es
qué hacemos con esa ignorancia y si debemos acometer preguntas en las que
fracasaremos, si en ese desierto uno debe detenerse y aceptar sin más la
realidad en la que se encuentra o caminar en busca de algún oasis que
temporalmente nos alivie la sed. Una de las preguntas será si la ciencia puede
satisfacer esa sed de conocimiento, si la ciencia es la respuesta, si en la
ciencia no encontramos también creyentes que acotan su ansia de conocimiento
dentro de los límites que la ciencia les marca y ya se encuentran plenamente
satisfechos con las respuestas que esa ciencia les va dando.
La pregunta sobre Dios es
zambullirse en un mar de dudas y no de certezas que debemos saber nunca
resolveremos. Preguntas con respuestas pero imposibles, lo verdaderamente
valioso en ello es el proceso en el que nos vemos envueltos y no las respuestas
que nunca alcanzaremos del todo.
El hombre es un animal
simbólico y esta reflexión nos permite utilizar este lenguaje y adentrarnos en
ese mundo. El lenguaje simbólico intenta acercarse a una realidad de forma
tangencial sabiendo que nunca podrá penetrar en ella y que sólo reflejará su
esfuerzo de acercamiento, hace referencia a un mundo imposible de reflejar
racionalmente y su uso hace crecer al ser humano de forma ética y estética, no
sólo puede llegar a ser inteligente sino también bello. Se trata de adentrarse
en el misterio de la trascendencia que supone un ir más allá permanente, un
huir del egocentrismo y del homocentrismo y abrir bien los ojos; ir más allá de
lo conocido para afrontar el universo y un posible más allá de ese universo
para interrogarnos incluso por todo aquello que damos como resuelto.
La trascendencia no puede
estar opuesta al concepto de inmanencia, se trata de un ir más allá para poder
aterrizar mejor. La pregunta transcendente no puede encontrarse opuesta a una
filosofía inmanentista. Se trata de encontrarse con los otros con más recursos
en nuestras manos. Enfrentarse a un misterio que las respuestas de la ciencia
nunca agotarán.
Desentenderse de la
pregunta sobre Dios, sobre el absoluto supone también desaprovechar toda una
sabiduría de siglos acumulada en los libros sagrados. La afirmación de que
estos provengan de una revelación no los anula, el error que hoy podemos
descubrir en esa lectura no los invalida. Difícilmente podremos encontrar otra
en esos tiempos para una reflexión de este tipo. Despreciar de entrada la Biblia
cristiana, en especial su nuevo testamento, no se trata de sabiduría sino de
analfabetismo, de igual manera que lo es despreciar el Tao Te King
o la belleza y la sabiduría que
encontramos en la mitología griega. No es posible encontrar textos científicos
incluso esencialmente racionales en esa antigüedad puesto que la ciencia como
tal no existía ni la razón tenía el valor que puede tener ahora. ¿Quiere esto
decir que no existía sabiduría? Quizás únicamente lo que pone de manifiesto es
la ausencia de una capacidad de lectura crítica aplicable no sólo a ese tipo de
textos sino a cualquier otro del carácter que sea, es por esta razón por la que
no siempre encontramos creedores en el mundo de la ciencia y si crédulos o
creyentes.
Este empeño en el
distanciamiento respecto al mundo de la trascendencia supone la generación de
toda una relación de términos tabú y con esa renuncia a determinados términos
una renuncia a adentrarse en todo un panorama de pensamiento y en todo una
experiencia actitudinal, especialmente
me refiero a todo el mundo de los valores y en concreto en el de las virtudes.
El solo termino virtud ya genera rechazo en la medida en que parece asociado al
pensamiento religioso; rechazar el término supone con ello eludir la reflexión
sobre el mismo. La virtud es la forma de actuar bien, la forma de ser y actuar
humanamente, así la define André
Comte-Sponville, filósofo no creyente, defensor de una
espiritualidad laica, en su libro Pequeño
tratado de las grandes virtudes. Las virtudes forman parte de la tradición
y no son propiedad de ningún pensamiento en concreto, la reflexión sobre ellas
busca el objetivo de ser cada día más humano, más bondadoso, más dueño de sí
mismo; es por eso por lo que no debemos evitar la búsqueda de las virtudes nos
suenen a lo que nos suenen: compasión, misericordia, humildad, pureza, caridad,
piedad, fe, virtudes con una resonancia católica que nos lleva a su rechazo,
además de, entre otras la fidelidad, la prudencia, la templanza, la justicia,
la generosidad, la gratitud, la sencillez, la tolerancia, la mansedumbre y el
amor.
El avance de la
secularización parece haber traído la ruptura con todo esto y en este sentido
es lamentable, es por ello por lo que desde este estado no creyente he de
agradecer mi pasado en la iglesia católica aunque siempre con un pensamiento
crítico. Fue ese pasado lo que en gran medida forjó mi pensamiento y mi
carácter. Fue en ella donde encontré las mejores personas independientemente de
cuál era su ortodoxia. Es por ello por lo que hoy lamento la ausencia de esta
tarea en este mundo secular y en especial en las formaciones sociales y
políticas de izquierda desde el pensamiento del feminismo clásico según el cual
lo personal también es político.
Quizás es llegado el
momento de poner de manifiesto, al menos intentarlo, cual es mi idea de Dios.
Huyamos del
antropocentrismo y del antropomorfismo, la atribución de cualidades humanas a
ese Dios no es sino un recurso que yo utilizo para intentar expresar mi
experiencia. El Dios todopoderoso, omnipotente, es para mí completamente débil,
limitado, impotente, dependiente de todos nosotros, dependiente de mí. El Dios
omnisciente es ciego, no ve, es sordo, no oye, es tetrapléjico, no puede
moverse, es insensible, no puedes sentir a través del tacto, no huele, no gusta,
depende de mí en todos los sentidos. Yo no dependo de Dios es Él el que lo hace
de mi, del mismo modo que el universo, toda la realidad, la vida, la humanidad,
depende de mi actuación. No me encuentro controlado soy yo el que controlo. Hay
un absoluto en el que yo me encuentro que depende de mí y a la vez me da
sentido. El cómo llame yo a ese absoluto puede ser lo de menos, lo amo sobre
todas las cosas y por ello amo al prójimo como a mí mismo, esa es la caridad.
Yo soy la célula que habita mi cuerpo, el que no soy capaz de conocer pero que
ahí está y al que cuido con mi función diaria. No sé cómo expresar ese absoluto
pero sí sé cuál es mi quehacer en él.
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