Mercadillo ilegal en la calle Ribera de Curtidores de Madrid, justo antes de que empiece el rastro.Carlos Rosillo
Con frecuencia, comenzamos una novela para huir de algo a lo
que esa lectura nos devuelve. ¿Son los libros que nos obligan a
retroceder hasta el lugar del crimen los mejores? Tal vez sí. Lo cierto
es que del mismo modo ciego con el que tú los buscas, te reclaman ellos a
ti. Un día te detienes en una de esas librerías de viejo que sacan
algunas cajas a la acera. Revisas los lomos de los volúmenes y tropiezas
con uno que desmanteló tu juventud. Lo liberas del conjunto, relees la
primera página y, sin saberlo, acabas de comenzar el regreso. Cuando te
acercas a pagarlo (cuesta solo dos euros) te dicen que puedes llevarte
otro abonando tres euros por los dos. Pero rechazas la oferta porque
para suicidarse basta una bala. De hecho, comienzas a leerlo esa misma
noche como el que se introduce en un callejón por el que se llega al
centro del laberinto del que se pretendía salir.
A
veces, escribir una novela no es muy diferente de leerla. La comienzas
con un planteamiento equis, fundamentalmente liberador, pero ella te va
trayendo poco a poco de vuelta a la prisión de la que pretendías
fugarte, igual que el preso que tras excavar durante semanas un túnel
llega misteriosamente a la celda de la que salió, en la que ahora hay
dos agujeros, uno de entrada y otro de salida, apenas separados por dos
metros. La lectura es el túnel por el que sales y la escritura por el
que entras. Como Edipo, solo has escapado para cumplir el designio del fatum
que intentabas burlar, y que casi siempre es una variante más o menos
lejana de aquel viejo argumento fundacional: matar al padre para casarse
con la madre. La lectura, como la escritura, debe ser insana. Lo demás
es entretenimiento. El entretenimiento como metadona de la literatura.
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