José María
Diez Alegría, profesor durante muchos años en la Universidad Pontificia de Roma
y gran conocedor de textos antiguos en la tradición de la Iglesia, traduce uno
de San Basilio, que si no fuera por la honestidad incuestionable de quien lo
presenta, pensaríamos que se trata de una burda y grosera manipulación de un
traductor mal intencionado.
Según
señala dicho profesor, “…con el nombre de “Santos Padres” se distingue a
ciertos obispos y otros escritores cristianos de reconocida ejemplaridad,
considerados como testigos privilegiados de la fe en los primeros siglos del
cristianismo. El siglo IV se encontraban en una situación análoga a la nuestra. Se estaba
produciendo una progresión del latifundismo, que constituyó el substrato para
la instauración del feudalismo medieval y ellos asisten impotentes a esta
concentración arrolladora de la gran propiedad. Su mensaje es de “comunidad” o
“comunicación” de bienes, en razón de una justicia social solidaria.
San Basilio fue uno de ellos. Nació en Cesárea, capital
de Capadocia, en Asia Menor, a mediados del año 329. El 14 de junio de año 370
fue nombrado arzobispo de esa ciudad. Antes de cumplirse doce meses de su
nombramiento, el emperador arriano Valente llegó a Cesárea, después de una
despiadada campaña de persecuciones en Bitrina y Galacia. Envió delante suyo al
prefecto Modesto, con la misión de convencer a Basilio para que se sometiera o,
por lo menos, accediera a tratar algún tipo de compromiso. Varios antes que él
habían renegado por miedo, pero Basilio le respondió:
¿Qué me vas a poder quitar si no tengo ni casas ni
bienes?, ¿Acaso me vas a atormentar? Es tan débil mi salud, que no resistiré un
día de tormento sin morir y no podrás seguir atormentándome. ¿Me vas a
desterrar? A cualquier sitio a donde me destierres, allá estará Dios, y allí
estará mi patria, y allí me sentiré contento.
Basilio
murió el 1º de enero del año 379,
a la edad de cuarenta y nueve años, agotado por la
austeridad en que había vivido, el trabajo incansable y una penosa enfermedad.
Toda Cesárea quedó enlutada y sus habitantes lo lloraron como a un padre y a un
protector. Los paganos, los judíos y los cristianos se unieron en el duelo.
He aquí sus
palabras:
“¿A quién hago injusticia reteniendo y
conservando lo que es mío? -dice el rico.
Dime, ¿qué
cosas son tuyas?
Es como si
uno, después de ocupar su puesto en el teatro, impidiera ver a los que entran
después, pensando que es suyo propio lo que está puesto delante para utilidad
de todos: así son también los ricos.
Porque,
adelantándose a coger las cosas comunes, se las apropian en razón de esa
prevención. Porque si cada uno se contentase con tomar lo que necesita, ninguno
sería rico, ninguno pobre.
Pero tú,
acumulándolo todo en los antros de una avaricia inextinguible y privando a
tantos de estos bienes ¿te crees que a nadie le haces injusticia?
Quién es el
avaro? El que no se contenta con lo suficiente.
¿Quién es
el ladrón? El que quita lo ajeno.
¿Acaso no
eres tú avaro? ¿No eres ladrón?.
Tú, quiero decir, que te apropias las cosas que recibiste
para distribuirlas.
¿Es que se va a llamar ladrón a quien desnuda al que está
vestido y va haber que dar otro nombre al que no viste al desnudo, pudiendo
hacerlo?
El pan que tu retienes es del hambriento. El abrigo que
tienes guardado en el armario es del desnudo. El calzado que está pudriéndose
en tu poder es del descalzo, la plata que tienes enterrada es del necesitado.
En
conclusión, cuantos son los hombres a quienes podrías dar, tantas son las
injusticias que cometes.”
Difícil encontrar palabras más
subversivas, ajustadas y clarividentes para denunciar la injusticia del orden
establecido. Estas peroratas fueron escritas y por supuesto, leídas y
proclamadas ante las autoridades competentes, hace dieciocho siglos, por un
hombre, que ha sido considerado dentro de la tradición cristiana, (y en teoría
lo sigue siendo), nada menos que como Santo Padre de la Iglesia.
Repasemos la casuística que utiliza el
bueno de San Basilio, empezando por esa desfachatez en llamar al pan, pan y al
vino, vino, como si fuera un adolescente irreflexivo en plena ebullición
contestataria.
¿Quién puede
–exclama- apropiarse para su propio provecho de lo que es común de todos? ¿cómo
no llamar ladrón al que se adelanta a coger “preventivamente” las cosas
comunes?. Esta insolidaria actuación, no ya a través de la “guerra preventiva”,
sino a través de la “propiedad preventiva”, es la causa de todas las
injusticias. Y a sus autores no les dice “sois poco caritativos”, “egoístas”,
“malos cristianos”. Les llama lisa y llanamente: “ladrones”, “ladrones repletos
de una avaricia inexcusable”.
Continúa después con
una perogrullada que haría sonrojarse a cualquiera: “Si todos nos contentáramos
con lo necesario no habría ni pobres ni ricos”. Y nuevamente da otra vuelta de
tuerca a lógica implacable de sus razonamientos, que sigue derroteros cada vez
más ásperos.:...”No dudamos en llamar ladrón a quien desnuda al que está
vestido. Pero ¿alguien sabe otra manera más fundada de nombrar a quien no viste
al desnudo, pudiendo hacerlo?
Finalmente hace un
ataque en plena línea de flotación a la propiedad privada, de tal forma que no
creo que pudiera ser tenida como legal dentro del ordenamiento jurídico de
nuestra actual “Constitución Española”. Fundamenta el “compartir” no en el
hecho de que los que más tenemos debamos ser generosos con los que tienen
menos, sino en que realmente, lo que tenemos no nos pertenece. El pan es del
hambriento. No dice “tienes que darle “tu” pan al hambriento, como un gesto de
caridad. Sino simplemente “es suyo” y debes devolvérselo. El abrigo que tienes
guardado es del desnudo. No que debas ceder generosamente “tu” abrigo a quien
lo necesita. Es suyo, sin más y debes devolvérselo. Y el calzado que se pudre
en tu poder es también del descalzo. No que debas ser magnánimo y compasivo con
aquel que no lo tiene. Sencillamente también es suyo y debes devolvérselo.
Este texto, como tantos otros que Díez
Alegría recoge en su libro, pertenecen a la doctrina oficial de esa misma
Iglesia, qué aunque no los haya censurado por heréticos, si los ha ocultado lo
suficiente, como para que solo los muy eruditos hayan tenido acceso a ellos. A
los demás se nos ha privado de recibir ese aire fresco que hubiera supuesto en
nuestra juventud una lectura así de arriesgada, comprometida y solidaria.
Como texto a
analizar en cualquiera de nuestras muy distinguidas Escuelas de Negocio no
tendría desperdicio. Menos mal que autores como éste son los suficientemente desconocidos
por la intelectualidad bien pensante, como para que a creyentes y no creyentes
no le planteen demasiados problemas.
No vamos a entrar en reproches
tardíos, porque es cierto que el hombre que no ha aceptado sus propias
limitaciones, siempre encuentra a alguien a quien poder culpar de ellas. Pero
si la palabra solidaridad ha tenido hasta ahora, un significado evidente,
a partir de nuestro encuentro con este personaje del siglo IV va a ser difícil
prescindir de la radical perspectiva que él establece. Su último aviso golpea
como un martillo inmisericorde la apacible tranquilidad en que solemos acomodar
nuestros entumecidos compromisos: “En conclusión, cuantos son los hombres a
quienes podrías dar, tantas son las injusticias que cometes.”
Podemos hacernos la ilusión de pensar
que estas diatribas tenían sentido en aquella sociedad clasista, llena de
privilegios de los poderosos y que afortunadamente las diferencias sociales han
ido disminuyendo a lo largo de los siglos. Nuestras circunstancias son diferentes.
Hoy día hay una mayor igualdad social y tenemos una economía desarrollada con
un alto grado de protección ante el desempleo, reconocimiento de la igualdad de
todos los hombres, etc. etc. Pero en realidad no es así.
Los
informes de la
Organización Mundial de la Salud señalan que en el África
subsahariana sólo la mitad de los niños tienen acceso a las vacunas contra
tuberculosis, sarampión, tétanos y tosferina. Con una modesta cantidad de
dinero todos los niños del mundo podrían estar vacunados. Mientras se emiten
estos informes, la Asociated Press nos anuncia que las mascotas de Palm Beach
están a punto de tener su propia revista y acuden a fiestas de cumpleaños de
más de mil dólares. Tienen pólizas de seguro, lo mismo que el 14% de los 14,4
millones de perros y gatos de Gran Bretaña.
No quiero
ni imaginar lo que hubiera dicho Basilio en estas circunstancias. ¿Es que ya no
hay hombres así? ¿O él en nuestro siglo XXI habría hablado de otra manera?.
Cada uno debe responderse con honestidad a esta pregunta.
Los testimonios que denuncian la
injusticia ni empezaron ni terminaran con San Basilio. Solo tres ejemplos más:
En cierta ocasión alguien la preguntó
al santo hindú Swami Ramdas que un agnóstico occidental había dicho. -Yo no creo en Dios. Si lo hiciera tendría
que buscarlo y estrangularlo por todo el sufrimiento que ha originado en el
mundo- Y Swami Ramdas respondió -Si
yo me encontrara con ese hombre, tomaría sus manos, se las pondría alrededor de
su cuello y le diría: ”¡Adelante! Aquí tienes a
alguien que está causando sufrimiento ¡Estrangúlalo!-
Otro, las palabras del Profeta Isaías
(capítulo 58, versículos 5-12):
¿Es este el ayuno que me agrada, el
día en que el hombre se mortifica?
¿Doblar como un junco la cabeza,
acostarse sobre saco y ceniza?
¿A eso le llamáis ayuno, día agradable
a Yavé?
El ayuno que yo quiero es este:
Abrir las prisiones injustas, hacer
saltar los cerrojos,
dejar libres a los oprimidos, romper
todos los yugos;
repartir tu pan con el hambriento,
hospedar a los pobres sin techo,
vestir al que ves desnudo y no
apartarte del que es tu propia carne.
Y otra del siempre sorprendente Albert
Einstein, persona llena
de rigor científico pero también de preocupación por la dimensión ética y moral
del hombre: “La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal,
sino por las que se sientan a ver lo que pasa.”
Alvaro
(Es impactante. Menos centrado en la Política
explicita.)
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